La fama de la santidad de Dorotea llegó a oídos del perseguidor de los cristianos Saprizio, el Prefecto, quien mandó a apresarla para interrogarla.

En Cesarea de Capadocia a fines del Siglo III, nació Dorotea, cuando Diocleciano, a nombre del Emperador Maximiano Galerio, regía los destinos del imperio romano.

Dorotea era cristiana, amaba y servía al verdadero Dios y le honraba con el ayuno y la oración Era muy atractiva, mansa, humilde, pero sobre todo, prudente y sabia.

Quienes la conocían, se maravillaban de sus dones y glorificaban a Dios por su sierva.

Por su amor perfecto a Cristo alcanzó la corona de la virginidad inmaculada y la palma del martirio.

La fama de la santidad de Dorotea llegó a oídos del perseguidor de los cristianos Saprizio, el Prefecto, quien mandó a apresarla para interrogarla.

Cuando se instaló el tribunal, trajeron a Dorotea quien, después de haber elevado su oración ante Dios, se mantuvo firme delante del Prefecto.

¿Cómo te llamas?” , le preguntó. – “Mi nombre es Dorotea”, respondió la joven. Saprizio dijo: “He mandado traerte para que ofrezcas sacrificios a los dioses inmortales, según la ley de nuestros augustos príncipes”.

Respondió Dorotea: “El Dios que está en el cielo es la augusta Majestad, sólo a Él sirvo: Adorarás al Señor, tu Dios y a él sólo servirás.

Los dioses que no crearon el cielo y la tierra, perecerán de la tierra.

Pues bien, a qué emperador debemos obedecer, al terrenal o al celestial, a Dios o a un hombre.

Los emperadores son hombres mortales como lo fueron también estos dioses, de los cuales adoráis sus imágenes”.

Saprizio añadió: “Si quieres regresar sana y salva, cambia tu decisión y ofrece el sacrificio a los dioses, de lo contrario te haré castigar por las leyes más severas, para escarmiento de los demás”.

“Ante esto -replicó Dorotea- daré testimonio de temor de Dios, para que todos aprendan a temer a Dios y no a los hombres airados que, como criaturas irracionales o perros rabiosos, se lanzan contra los hombres inocentes, se agitan, se inquietan, ladran insolentes y los desgarran con mordeduras”.

Saprizio dijo. “Veo que estás resuelta a mantenerte firme en tu confesión inútil y quieres morir.

Escúchame, y ofrece sacrificios para que escapes del “potro” (caballete de torturas.).

Esas torturas son pasajeras, pero los tormentos del infierno son eternos.

Para escapar de la pena eterna, no temo estos sufrimientos, pues Jesús dijo: “No temáis los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, temed más bien a aquel que puede herir el cuerpo y el alma en el infierno” , dijo Dorotea. 

Saprizio replicó: “Entonces teme a los dioses y ofréceles sacrificios, para evitar el castigo de su ira”.

Pero ella dijo: “De ningún modo me convencerás, esos dioses son los espíritus de hombres vanos que vivieron torpemente y murieron como seres irracionales, porque no conocieron al Creador del cielo y de la tierra, del mar y de todas las cosas.

Las almas de tus ídolos cuya imagen impresa en metales adoráis, arden en el fuego, donde también irán los que negaron al Creador”.

Saprizio se encendió en cólera y dijo a los verdugos: “Ponedla en el potro, atormentadla hasta que ofrezca el sacrificio a los dioses”.

La sierva de Dios inmutable y firme, le interpeló: “¿Qué esperas? Haz lo que debes hacer, así podré ver a Aquel por cuyo amor no temo la muerte ni los tormentos”.

Saprizio añadió: “¿Pero, quién es Aquel que tu deseas?”. “Cristo, el Hijo de Dios”, respondió Dorotea.

Saprizio sentenció: “Olvídate de esas pequeñeces, ofrece incienso a los dioses, cásate y disfruta en esta vida sino perecerás como tus padres”

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