El ya conocido como “San Romero de América” fue canonizado en una multitudinaria ceremonia en la Plaza de San Pedro.

Como es habitual, Francisco utilizó la formula en latín para proclamar la santidad del obispo y pedir que fuese inscrito en los libros de los santos de la Iglesia.

“San Romero de América”, como es conocido entre los salvadoreños, o San Óscar Arnulfo Romero, amado en vida y venerado tras su muerte, el 24 de marzo de 1980 por un comando de ultraderecha mientras oficiaba misa en la capilla del hospital de cáncer Divina Providencia de San Salvador, es el único capaz de conciliar a todo un país, en torno a su figura y su legado.

Nacido en el seno de una familia humilde en Ciudad Barrios el 15 de agosto de 1917, siempre se alzó como firme defensor de los pobres y detractor confeso de los abusos contra los derechos humanos en los años previos a la guerra civil salvadoreña (1980-1992).

Romero sabía que lo asesinarían; lo tenía claro, según narran sus colaboradores en sus últimos años de vida, y era consciente de que la causa de su muerte sería su implacable lucha por los más desfavorecidos y crítica incansable de las injusticias que se cometían a diario.

“Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, “que mi sangre sea la semilla de libertad y la señal de la esperanza”, “les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”, son algunas de las frases más recordadas del mártir, quien las usaba en sus homilías y las transmitía a sus seguidores.

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