La llamaban también la María de los irlandeses, a quien consideraban como patrona de todas las buenas irlandesas.
Esta doncella elegida por Dios, muy juiciosa y llena de sabiduría, siempre buscó lo más perfecto.
Su madre la enviaba a recoger la mantequilla que hacían las mujeres con la leche de las vacas y ella se la daba toda a los pobres.
Cuando las demás volvían con la carga, la joven trataba de restituir el producto que había tomado y, con tierna confianza, volvía su corazón al Señor y le pedía, por intercesión de su Madre, que devolviese la mantequilla con creces.
A su debido tiempo, cuando sus padres desearon que contrajera matrimonio, hizo voto de castidad; lo hizo en presencia de un santo obispo y tocó con la mano el pilar de madera sobre el cual se apoyaba el altar.
En memoria de la acción de esa joven, hace largos años esa madera permanece todavía verde, y como si no hubiera sido cortada y despojada de su corteza, florece en sus raíces y sana a innumerables tullidos.
Santa y fiel como era, viendo Brígida que se acercaba el tiempo de sus esponsales, pidió al Señor le enviara alguna deformidad para frustrar la importunidad de sus padres: se le reventó un ojo y se le derramó por dentro.
Y así, habiendo recibido el santo velo, Brígida, junto con otras vírgenes consagradas, permaneció en la ciudad de Meatr, donde Nuestro Señor, por su intercesión, se dignó obrar muchos milagros.
Curó a un extranjero por nombre Marcos; proporcionó cerveza de un solo barril a dieciocho iglesias, y la bebida alcanzó desde el Jueves Santo hasta el fin del tiempo pascual.
A una mujer leprosa que le pedía leche, le dio agua fría, porque no tenía otra cosa; el agua se convirtió en leche, y cuando la mujer la hubo bebido, quedó sana.
Curó a un leproso y dio vista a dos ciegos. Una vez cuando iba de viaje para acudir a un llamado urgente, al cruzar un arroyo se resbaló y se hirió en la cabeza; con la sangre que manó de la herida dos mujeres mudas recobraron el habla.
Un buen día, a un criado del rey se le cayó de las manos una preciosa vasija y se rompió; para que no lo castigaran, Brígida la compuso totalmente.
Entre éstas y muchas otras extravagancias parecidas, hay algunas hermosas leyendas; especialmente la que se refiere a una monja ciega, Dará, cuyo relato no podrá hacerse mayor que con las propias palabras de Sabire Baring-Gould: Una tarde, al ponerse el sol, Brígida estaba sentada con la hermana Dará, una santa monja que estaba ciega: hablaban del amor de Jesucristo y de los gozos del paraíso.
Sus corazones rebosaban en tal forma, que la noche voló mientras conversaban y no se dieron cuenta de que habían pasado muchas horas.
Entonces salió el sol tras las montañas de Wicklow, y su luz pura y blanca vino a iluminar y a alegrar la faz de la tierra. Brígida suspiró al ver la hermosura del cielo y de la tierra: sabía que los ojos de Dará estaban cerrados a toda esta belleza.
Inclinó entonces la cabeza y rezó; extendió su mano e hizo la señal de la cruz sobre las apagadas órbitas de la dulce hermana.
Entonces cesó la oscuridad, y Dará vio la esfera dorada en el oriente y los árboles y las flores, que brillaban, con el rocío a la luz de la mañana.
Se quedó mirando un instante y luego, volviéndose a la abadesa le dijo: «querida Madre, le ruego vuelva a cerrar mis ojos, porque cuando el mundo está así de visible a los ojos, el alma ve menos claramente a Dios».
Entonces Brígida oró una vez más, y los ojos de Dará volvieron a obscurecerse. Poco o nada digno de confianza sabemos de la gran fundación religiosa en Kill-dara (el templo del encino) y de la regla ahí practicada.
Se supone generalmente que era un «monasterio doble», es decir que incluía hombres y mujeres, pues tal era la práctica común entre los celtas.
Es muy posible que santa Brígida presidiera ambas comunidades, y no sería caso único.
Pero el texto de las reglas -en la Vida de san Kieran de Clonmacnois se menciona la «regula Sanctae Brigidae»- no parece haber sobrevivido. Más de seis siglos después, Giraldus Cambrensis coleccionó algunas curiosas tradiciones referentes a esta fundación.
Dice, por ejemplo: «En Kildare de Leinster, renombrado por la gloriosa Brígida, hay muchas maravillas dignas de mención.
Principalmente el fuego de Brígida, que llaman inextinguible; no porque no se pueda apagar, sino porque las monjas y santas mujeres alimentan y avivan el fuego tan ansiosa y puntualmente, que desde la época de la virgen, ha permanecido encendido durante siglos y nunca se han acumulado cenizas, aunque en tanto tiempo se haya consumido tan grande cantidad de madera.
En tiempos de Brígida, veinte monjas servían aquí al Señor. Ella era la vigésima y cuando gloriosamente partió, quedaron diecinueve y no han pasado de ese número.
Los monjas se van turnando cada noche para cuidar el fuego, y cuando llega la vigésima noche viene la última doncella y colocando suficiente leña dice: «Brígida, cuida ese fuego tuyo, porque a ti te toca esta noche.» Y por la mañana encuentran el fuego todavía encendido y el combustible consumido en la forma acostumbrada.
El fuego está rodeado por una valla circular de arbustos, dentro de la cual ningún hombre entra, y si alguno se atreviera a entrar, como algunos temerarios lo han intentado, no escapa de la venganza divina». Esta es la historia a la cual aludió el poeta Tom Moore cuando escribió: La lámpara rutilante que alumbró el santo templo de Kildare, ardió constante a través de las edades de sombras y tormenta.
Pero no obstante que el material legendario predomina, es inconfundible el entusiasmo que la memoria de santa Brígida suscitó entre sus paisanos.
No sería fácil encontrar algo más fervoroso en su expresión que las rapsodias del «Book of Lismore»: Todo lo que Brígida pedía al Señor se lo concedía inmediatamente.
Pues todo su deseo era: socorrer al pobre, aliviar cualquier pena y ayudar a todos los desvalidos.
Su corazón y su mente formaban un trono para que descansara el Espíritu Santo. Tenía puesto su corazón por entero en Dios; compadecía a los desgraciados, era pródiga en milagros y maravillas. Por todo esto, su nombre en medio de las cosas creadas, es Paloma entre los pájaros, Viña entre los árboles, Sol entre las estrellas.
El padre de la santa virgen, es el Padre Celestial; su hijo es Jesucristo; su aliento (quien la alienta y la nutre) es el Espíritu Santo.
Por eso, esta santa virgen ejecuta tan grandes prodigios e innumerables milagros. Ella es quien ayuda a todos los que están en aprietos y peligros, la que disminuye las pestes; la que calma la ira y la borrasca del mar.