Era martes 19 de septiembre, mi día comenzó con un simulacro en el edificio del Congreso para conmemorar el sismo del 85.“¡Salgan, salgan, salgan!”, gritos inesperados rompieron por completo lo que sería un día rutinario de trabajo.

Era martes 19 de septiembre, mi día comenzó con un simulacro en el edificio del Congreso del Estado para conmemorar el sismo de 1985, al que por cierto llegué tarde, todos los empleados del Congreso estaban ahí sobre la acera algunos con cascos color naranja y chalecos del mismo tono, y con actitud de ensayo, poca importancia y aburrición en sus rostros, todo eso enmarcado en una actuación más falsa que billete de 10 pesos.

En la entrevista sobre los resultados de ese ejercicio, el diputado en turno de la Comisión de Protección Civil comentaba que la evacuación del edificio se había realizado en tiempo record, unos cuantos segundos, y con buena respuesta del personal –a pesar de sus rostros de poca importancia- lo que reflejaba que sabían actuar en caso de un sismo real.

Después de esa actuación “exitosa”, dio inicio la sesión ordinaria en el Salón de Plenos del Congreso del Estado, como siempre ingresé y tome mi lugar, entrando del lado izquierdo, junto a la bocina, saqué mi computadora y la conecté a la corriente, coloqué mi grabadora para no perder detalles de los asuntos que ese día se tocaban en la plenaria, y me dispuse a trabajar, recuerdo que pensé “hoy terminaré temprano”.

La sesión avanzaba, y no faltó quien solicitara un minuto de silencio por las víctimas del terremoto del 85, eso ya en la parte de asuntos generales de la sesión. Eran minutos después de las 13:00 horas, y comenzaba a guardar mis cosas, metí mi computadora en mi bolsa, apagué la grabadora, y solo faltaba desconectar el cargador de la corriente eléctrica, fue entonces que escuché de la nada un grito de «¡salgan, salgan, salgan!”, y después de eso lo que nunca pensé escuchar “¡está temblando!”, inmediatamente después mi compañero de vida me dice ¡vámonos!, y a pesar de esa instrucción me aferro a desconectar mi cargador y tomar mis cosas, actitud que valió un grito de ¡déjalas!.

No medí, y me agaché a desconectar el cable de la corriente, al incorporarme observé algo que nunca había visto, las sillas del pleno del Congreso del Estado parecían estar sobre olas, era como una escena de la película de los 90’s “Terror Bajo la Tierra” protagonizada por Kevin Bacon y Fred Ward, y sentí un jalón muy violento, fue entonces que comencé la huida.

Los muros del congreso crujían, el movimiento era intenso, observé a diputados que en shock se quedaron en su curul, gritos, jaloneos, empujones, se empezaron a hacer sentir, y empezaron a evacuar, ahora si los rostros eran otros, ya no era actuación falsa, era desesperación real.

El camino del Salón de Plenos hacia la entrada principal del Palacio Legislativo, fue eterno, pero logramos avanzar entre el mar de gente, a pesar de empujones y gritos, y empecé a pedir calma, lo que fue un grito en el desierto en ese momento, y me seguía abriendo paso hacia la salida en una mano el cargador de mi computadora, en la otra mi teléfono celular grabando el momento de la evacuación.

Estaba saliendo del Congreso, pensé que allá afuera todo sería mejor, pero me equivoqué, al fondo se observaba una nube enorme de polvo, y la gente que ya estaba afuera entró en pánico porque afirmaban que la iglesia de San José se había derrumbado. Esto ya no estaba bien. “¡No manches, no manches, se cayó!”, “¡la iglesia, la iglesia!”, “¡no vayan para allá!”, “cálmense!”, “¡si se cayó!”, “¡manita mis hijos!”, me decía una compañera reportera, eso lo escuchaba mientras caminaba sin sentido hacia la iglesia de San José después de salir del edificio del Congreso, mientras seguía grabando, hasta que alguien me gritó “¡por ahí no pasen!”, mientras intentaba cruzar por encima del estacionamiento subterráneo de la Plaza Juárez, “¡está hueco se puede caer!” me recordaron, fue entonces que reaccioné y dejé de grabar.

Después, ocupé el teléfono para enviar un mensaje a mi familia a través del grupo de WhatsApp, en el que decía que estaba bien y estaba en Tlaxcala capital, mientras pedía que se reportaran, los mensajes no salían, las líneas de teléfono estaban fallando, la angustia crecía.

No sé de dónde salió tanta gente, había muchas personas en los parques corrían a San José para percatarse de lo que había ocurrido después de la que la tierra se cimbró, “¡este es el fin!” decían unas señoras mientras estaban arrodilladas.

Después, logré llegar frente a San José, y entonces entendí la magnitud del temblor, la iglesia tenía derrumbes, la cúpula no había resistido del todo, los daños eran visibles, la gente que observaba empezaba a entrar en shock, las lágrimas y lamentos no se hicieron esperar, la histeria total.

Empecé a revisar los grupos de información, en la Ciudad de México los efectos habían sido peores, edificios derrumbados, entre ellos una escuela, muchos muertos y personas atrapadas entre ellos niños, en Puebla también efectos negativos; todo eso a consecuencia de por el sismo magnitud de 7.1 grados, y epicentro localizado entre Puebla y Morelos.

Esa magnitud se reflejaba en las caras de funcionarios públicos, de un gobernador que salió de Palacio de Gobierno a poner orden, acompañado de una secretaria de Gobierno que entró en pánico y comenzó a gritar, desesperada, con el rostro desencajado, sin saber cómo actuar; policías que hacían y no hacían nada, porque estaban bloqueados por el miedo o porque simplemente no tenían la instrucción adecuada; en unos compañeros reporteros y reporteras que no midieron el riesgo y siguieron su instinto reporteril, ingresando a San José a tomar imágenes, y constatar con sus propios ojos la magnitud del temblor para después dar cuenta de los hechos.

Y comenzó a dispersarse el pánico, varios reportes de casas caídas en municipios como Apizaco, que al final –afortunadamente- fue una falsa noticia, niños y papás llorando en las escuelas, en el recorrido ver la iglesia de Ocotlán dañada y ya acordonada para que la gente no pasara por una zona que representaba peligro por posteriores replicas, avanza y observar un Club de Leones con el techo derrumbado y los escombros sobre los autos que ahí estaban aparcados; después llegar al Hospital General donde los pacientes ya se encontraban en el parque sentados en las bancas deteniendo sus sueros, gente llorando, lamentándose, enfermeras y médicos atendiéndolos, un hospital a cielo abierto; cosas que había que reportar mientras mis manos seguían temblando y mi voz se escuchaba entrecortada.

Fue así como ese 19 de septiembre, fue todo menos un día rutinario de trabajo, y no cumplí con mi objetivo de terminar temprano de trabajar.

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