Al cumplir los 80 años murió santamente en su monasterio del Monte Sinaí
San Juan Clímaco nació en Palestina y se formó leyendo los libros de San Gregorio Nacianceno y de San Basilio. A los 16 años se fue de monje al Monte Sinaí. Después de cuatro años de preparación fue admitido como religioso. El mismo narraba después que en sus primeros años hubo dos factores que le ayudaron mucho a progresar en el camino de la perfección. El primero: no dedicar tiempo a conversaciones inútiles, y el segundo: haber encontrado un director espiritual santo y sabio que le ayudó a reconocer los obstáculos y peligros que se oponían a su santidad. De su director aprendió a no discutir jamás con nadie, y a no llevarle jamás la contraria a ninguno, si lo que el otro decía no iba contra la Ley de Dios o la moral cristiana.
Pasó 40 años dedicado a la meditación de la Biblia, a la oración, y a algunos trabajos manuales. Y llegó a ser uno de los más grandes sabios sobre la Biblia de Oriente, pero ocultaba su sabiduría y en todo aparecía como un sencillo monje más, igual a todos los otros. En lo que sí aparecía distinto era en su desprendimiento total de todo afecto por el comer y el beber. Sus ayunos eran continuos y los demás decían que pareciera como si el comer y el beber más bien le produjera disgusto que alegría. Era su penitencia, ayunar, ayunar siempre.
Su oración más frecuente era el pedir perdón a Dios por los propios pecados y por los pecados de la demás gente. Los que lo veían rezar afirmaban que sus ojos parecían dos aljibes de lágrimas. Lloraba frecuentemente al pensar en lo mucho que todos ofendemos cada día a Nuestro Señor. Y de vez en cuando se entraba a una cueva a rezar y allí se le oía gritar: ¡Perdón, Señor piedad. No nos castigues como merecen nuestros pecados. Jesús misericordioso tened compasión de nosotros los pobres pecadores! Las piedras retumbaban con sus gritos al pedir perdón por todos.
El principal don que Dios le concedió fue el ser un gran director espiritual. Al principio de su vida de monje, varios compañeros lo criticaban diciéndole que perdía demasiado tiempo dando consejos a los demás. Que eso era hablar más de la cuenta. Juan creyó que aquello era un caritativo consejo y se impuso la penitencia de estarse un año sin hablar nada ni dar ningún consejo. Pero al final de aquel año se reunieron todos los monjes de la comunidad y le pidieron que por amor a Dios y al prójimo siguiera dando dirección espiritual, porque el gran regalo que Dios le había concedido era el de saber dirigir muy bien las almas. Y empezó de nuevo a aconsejar. Las gentes que lo visitaban en el Monte Sinaí decían de él: «Así como Moisés cuando subió al Monte a orar bajó luego hacia sus compañeros con el rostro totalmente iluminado, así este santo monje después de que va a orar a Dios viene a nosotros lleno de iluminaciones del cielo para dirigirnos hacia la santidad».
El superior del convento le pidió que pusiera por escrito los remedios que él daba a la gente para obtener la santidad. Y fue entonces cuando escribió el famoso libro del cual le vino luego su apellido: «Clímaco», o Escalera para subir al cielo. Se compone de 30 capítulos, que enseñan los treinta grados para ir subiendo en santidad hasta llegar a la perfección. El primer peldaño o la primera escalera es cumplir aquello que dijo Jesús: «Quien desea ser mi discípulo tiene que negarse a sí mismo». El primer escalón es llevarse la contraria a sí mismo, mortificarse en algo cada día. El segundo es tratar de recobrar la blancura del alma pidiendo muchas veces perdón a Dios por pecados cometidos, el tercero es el plan o propósito de enmendarse y cambiar de vida. Los últimos tres, los peldaños superiores, son practicar la Fe, la Esperanza y la Caridad. Todo el libro está ilustrado con muchas frases hermosas y con agradables ejemplos que lo hacen muy agradable.
A San Juan Clímaco le concedió Dios otro gran regalo y fue el de lograr llevar la paz a muchísimas almas angustiadas y llenas de preocupaciones. Llegaban personas desesperadas a causa de terribles tentaciones y él les decía: «Oremos porque los malos espíritus se alejan con la oración». Y después de dedicarse a rezar por varios minutos en su compañía aquella persona sentía una paz y una tranquilidad que antes no había experimentado nunca. El santo decía a la gente: «Así como los israelitas quizás no habrían logrado atravesar el desierto si no hubieran sido guiados por Moisés, así muchas almas no logran llegar a la santidad si no tienen un director espiritual que los guíe». Y él fue ese guía providencial para millares de personas por 40 años.
Un joven que era dirigido espiritualmente por San Juan Clímaco, estaba durmiendo junto a una gran roca, a muchos kilómetros del santo, cuando oyó que este lo llamaba y le decía: «Aléjese de ahí». El otro despertó y salió corriendo, y en ese momento se desplomó la roca, de tal manera que lo habría aplastado si se hubiera quedado allí.
En un año en el que por muchos meses no caía una gota de agua y las cosechas se perdían y los animales se morían de sed, las gentes fueron a donde nuestro santo a rogarle que le pidiera a Dios para que enviara las lluvias. El subió al Monte Sinaí a orar y Dios respondió enviando abundantes lluvias.
Era tal la fama que tenían las oraciones de San Juan Clímaco, que el mismo Papa San Gregorio le escribió pidiéndole que lo encomendara en sus oraciones y le envió colchones y camas para que pudiera hospedar a los peregrinos que iban a pedirle dirección espiritual.
Cuando ya tenía más de 70 años, los monjes lo eligieron Abad o Superior del monasterio del Monte Sinaí y ejerció su cargo con satisfacción y provecho espiritual de todos. Cuando sintió que la muerte se acercaba renunció al cargo de superior y se dedicó por completo a preparar su viaje a la eternidad. Y al cumplir los 80 años murió santamente en su monasterio del Monte Sinaí. Jorge, su discípulo predilecto, le pidió llorando: «Padre, lléveme en su compañía al cielo». El oró y le dijo: «Tu petición ha sido aceptada». Y poco después murió Jorge también.