Cuando San Ignacio de Antioquía iba hacia Roma, encadenado para ser martirizado, San Policarpo salió a recibirlo y besó emocionado sus cadenas.

San Policarpo era obispo de la ciudad de Esmirna, en Turquía, y fue a Roma a dialogar con el Papa Aniceto para ver si podían ponerse de acuerdo para unificar la fecha de fiesta de Pascua entre los cristianos de Asia y los de Europa.

Y caminando por Roma se encontró con un hereje que negaba varias verdades de la religión católica.

El otro le preguntó: ¿No me conoces? Y el santo le respondió: ¡Si te conozco. Tu eres un hijo de Satanás! Cuando San Ignacio de Antioquía iba hacia Roma, encadenado para ser martirizado, San Policarpo salió a recibirlo y besó emocionado sus cadenas.

Y por petición de San Ignacio escribió una carta a los cristianos del Asia, carta que según San Jerónimo, era sumamente apreciada por los antiguos cristianos.

El pueblo estaba reunido en el estadio y allá fue llevado Policarpo para ser juzgado. El gobernador le dijo: «Declare que el César es el Señor».

Policarpo respondió: «Yo sólo reconozco como mi Señor a Jesucristo, el Hijo de Dios». Añadió el gobernador: ¿Y qué pierde con echar un poco de incienso ante el altar del César?

Renuncie a su Cristo y salvará su vida. A lo cual San Policarpo dio una respuesta admirable.

Dijo así: «Ochenta y seis años llevo sirviendo a Jesucristo y Él nunca me ha fallado en nada. ¿Cómo le voy yo a fallar a El ahora? Yo seré siempre amigo de Cristo».

El gobernador le grita: «Si no adora al César y sigue adorando a Cristo lo condenaré a las llamas». Y el santo responde: «Me amenazas con fuego que dura unos momentos y después se apaga. Yo lo que quiero es no tener que ir nunca al fuego eterno que nunca se apaga».

En ese momento el pueblo empezó a gritar: ¡Este es el jefe de los cristianos, el que prohíbe adorar a nuestros dioses. Que lo quemen! Y también los judíos pedían que lo quemaran vivo.

El gobernador les hizo caso y decretó su pena de muerte, y todos aquellos enemigos de nuestra santa religión se fueron a traer leña de los hornos y talleres para encender una hoguera y quemarlo.

Hicieron un gran montón de leña y colocaron sobre él a Policarpo.

Los verdugos querían amarrarlo a un palo con cadenas pero él les dijo: «Por favor: déjenme así, que el Señor me concederá valora para soportar este tormento sin tratar de alejarme de él».

Entonces lo único que hicieron fue atarle las manos por detrás. 

Tan pronto terminó Policarpo de rezar su oración, prendieron fuego a la leña, y entonces sucedió un milagro ante nuestros ojos y a la vista de todos los que estábamos allí presentes (sigue diciendo la carta escrita por los testigos que presenciaron su martirio): las llamas, haciendo una gran circunferencia, rodearon al cuerpo del mártir, y el cuerpo de Policarpo ya no parecía un cuerpo humano quemado sino un hermoso pan tostado, o un pedazo de oro sacado de un horno ardiente.

Y todos los alrededores se llenaron de un agradabilísimo olor como de un fino incienso.

Los verdugos recibieron la orden de atravesar el corazón del mártir con un lanzazo, y en ese momento vimos salir volando desde allí hacia lo alto una blanquísima paloma, y al brotar la sangre del corazón del santo, en seguida la hoguera se apagó.

Los judíos y paganos le pidieron al jefe de la guardia que destruyeran e hicieran desaparecer el cuerpo del mártir, y el militar lo mandó quemar, pero nosotros alcanzaron a recoger algunos de sus huesos y los veneraron.

El día de su martirio fue el 23 de febrero del año 155. Esta carta, escrita en el propio tiempo en que sucedió el martirio, es una narración verdaderamente hermosa y provechosa.

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