Bernardo murió el 21 de agosto de 1153, a los 73 años, habiendo sido abad durante casi cuatro décadas.
San Bernardo de Claraval fue un monje cisterciense francés. Llegó a ser el abad del monasterio de Claraval, célebre abadía cisterciense por haber dado abundantes frutos de santidad. Bernardo fue un hombre inteligente, dotado de una singular agudeza y una gran capacidad de persuasión; pero, por sobre todo, fue alguien que supo poner sus dones y habilidades al servicio del Evangelio. Libró numerosas batallas intelectuales y convirtió a muchos para Cristo, incluyendo a su propia familia. Fue consejero de reyes y papas, escribió varios libros y una de las oraciones a la Virgen más hermosas que existen. Se le conoce como “el cazador de almas y vocaciones” y “el oráculo de la cristiandad”.
San Bernardo de Claraval nació en el castillo de Fontaine-les-Dijon, ubicado en la región de Borgoña (Francia), en el año 1090. Su familia pertenecía a la nobleza francesa. Su padre, Tescelino, fue uno de los caballeros del duque de Borgoña; y su madre, Alice, era hija de un poderoso señor feudal llamado Bernardo de Montbard. Bernardo fue el tercero de siete hermanos.
Desde niño tuvo una relación muy estrecha con su madre. Ella decía que, estando embarazada, había tenido una visión sobre la vida de su hijo como un santo. Bernardo era un niño sensible y habitualmente reservado. Recibió una esmerada educación, al igual que sus hermanos.
Cuando murió su madre, Bernardo volvió sus ojos hacia la Virgen María, la fuente de sus consuelos y por quien profesó una fuerte devoción durante toda su vida. Bernardo fue el autor del “Acordaos”, una de sus oraciones marianas más hermosas. Durante su juventud forjó un temperamento vigoroso, pero también se dejó ganar por las cosas del mundo, entre las amistades vacías y la vanagloria. En el fondo, Bernardo se sentía vacío y hastiado.
La noche de Navidad del año 1111, Bernardo se quedó dormido. En su sueño apareció la Virgen llevando al Niño Jesús en brazos y se lo ofreció para que lo amara e hiciera que otros lo amen también. Desde aquella noche decidió consagrarse a Dios y alcanzar la santidad.
En 1112 ingresó al monasterio cisterciense de Citeaux, fundado por tres grandes santos: San Roberto, San Alberico y San Esteban Harding. En aquel momento, el monasterio se había convertido en centro de un movimiento de renovación a través de una vuelta a los orígenes: allí se practicaba con rigor la regla de San Benito. San Esteban Harding, que era el prior, aceptó a Bernardo y a todos quienes lo acompañaron con inusitada alegría: no recibían vocaciones en 15 años
El empeño que puso Bernardo en alcanzar la santidad viviendo el espíritu originario de la vida monacal hizo que sus superiores confiaran en él para liderar un proyecto ambicioso. Con solo 25 años fue enviado como abad a fundar, con otros doce monjes, un nuevo monasterio en Champagne, al que llamó Clairvaux -es decir, Claraval, que en francés significa “valle claro”-.
Bernardo llevaba una vida sin duda rigurosa y exigente. Su oración constante y su preocupación por ser en todo fiel a Cristo hizo que muchos se sientan atraídos por la vida monástica. Se ganó el apelativo de “el cazador de almas y vocaciones”. Se dice que las jovencitas temían que hable con sus novios porque podrían terminar pidiendo ser admitidos en la abadía. Bernardo visitó escuelas, universidades, pueblos y campos para hablar sobre las bondades de la vida religiosa.
Fundó cerca de 300 monasterios y consiguió que 900 hombres profesaran sus votos. Uno de sus discípulos, Bernardo de Pisa, llegó a ser Papa, con el nombre de Eugenio III.
La familia que alcanzó a Cristo
Bernardo no solo fue parte de una familia noble. Bernardo perteneció a una familia santa.
Su madre, la beata Alice de Montbard, fue una mujer caritativa y entregada a la voluntad de Dios. Formó en la fe cristiana a sus siete hijos y murió rezando el rosario. Su padre, el venerable Tescelino, perdonó a un caballero que lo retó a duelo y lo hirió con su lanza. Inculcó a sus dos hijos mayores, el beato Gerardo y el beato Guy, la importancia de la misericordia.
Cuando San Bernardo manifestó a su familia el deseo de hacerse monje, encontró una fuerte oposición. Sin embargo, el Santo logró que las cosas cambien. No solo venció la oposición inicial, sino que terminó llevando consigo a sus cuatro hermanos mayores: Gerardo, Guy, Andrés y Bartolomé -todos ellos futuros beatos-, a su tío y a 31 compañeros. Cuando Bernardo y sus hermanos dejaron su casa, Nivardo, el hermano menor -otro que sería beatificado-, les dijo: “¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo y a mí me dejan aquí en la tierra? Esto no lo puedo aceptar”. Años más tarde, Nivardo seguiría los pasos de sus hermanos mayores.
Ahí no terminaría la historia: el padre de Bernardo, Tescelino, ingresaría también, tiempo después, al monasterio de Citeaux.
La esposa del beato Guy, Isabel, también se hizo monja junto con sus dos hijas. La hermana del Santo, la beata Humbelina, llegó a un mutuo acuerdo con su esposo, Guy de Marcy, de que ambos se consagrarían a Dios. Humbelina fue fundadora de varios conventos. Su lema fue “amar es servir”. Bernardo fue quien desató el amor por Cristo en la familia, y la familia respondió con creces al llamado de Dios.
San Bernardo se hizo consejero de príncipes y obispos, quienes le pedían luces sobre los asuntos más importantes gracias a su rectitud de pensamiento y sabiduría. Por eso, lo terminaron llamando «el oráculo de la cristiandad».
Bernardo murió el 21 de agosto de 1153, a los 73 años, habiendo sido abad durante casi cuatro décadas. Fue canonizado en 1174 y proclamado Doctor de la Iglesia en 1830.
En las reflexiones sobre los Doctores de la Iglesia que realizó el Papa Emérito Benedicto XVI durante su pontificado resaltó hermosamente el papel de la Virgen María en la obra de la salvación -algo que San Bernardo entendió muy bien-:
“Quiero concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María que leemos en una bella homilía suya: «En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres -dice- piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si la invocas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta…» (Hom. ii super «Missus est», 17: PL 183, 70-71).