Esta semana Mike recibió otra buena noticia: Bonnie se recuperaba más rápido de lo anticipado. Podía continuar su rehabilitación en su casa.
Se le quebraba la voz cuando hablaba desde su cama en un hospital. “Quiero ir a casa”, le decía.
A más de 65 kilómetros (40 millas), su esposo la escuchaba sentado en su casa y trataba de consolarla. Bonnie Bishop estaba hospitalizada desde principios de julio. Había estado usando un respirador. La habían operado para colocarle un tubo en la garganta. Pasó seis semanas en coma. Esa noche de octubre, comenzó a sollozar en silencio.
“Vendrás a casa”, le dijo Mike Bishop, de 63 años. Parecía que trataba de convencerse a sí mismo. “Sabes que vendrás”.
Bonnie y Mike son dos afroamericanos que se conocieron hace más de 25 años, cuando ella organizaba un partido de básquetbol para apoyar un programa escolar patrocinado por AT&T. Trabajó allí hasta hace un par de años. Él sigue trabajando allí como técnico.
Los dos tratan de sobrellevar como pueden una pandemia de coronavirus que unos se toman más en serio que otros.
Mike es alto y buenmozo. Tiene una barba canosa y una voz suave, casi musical. Irradia decencia.
Para él, Bonnie lo es todo. Una mujer con anteojos de sol grandes a la que no le gusta ser fotografiada. Es callada, pero cuando entra en confianza se vuelve conversadora, según dice Mike.
Cuando se conocieron, ambos habían estado casados y se habían divorciado. Ninguno tuvo hijos. Llevan casados un cuarto de siglo.
“Me siento vacío, perdido, sin ella aquí”, expresó Mike. “Nunca me sentí tan solo en la vida”.
También está molesto, por más que lo disimule.
“Hay gente que dice que esto es una farsa. ¡Es real!”, manifestó. “Me lavo tanto las manos que bromeo con los muchachos del trabajo. ‘Pronto seré más blanco que todos ustedes’, les digo”.
Al principio de la pandemia, un 60% de los contagios y de las muertes en Mississippi afectaban a afroamericanos, que representan el 38% de la población de este estado. En las iglesias que frecuenta la población negra el uso de barbijos es obligatorio, abundan los desinfectantes, los feligreses toman distancia y los pastores se aseguran de que todo el mundo está consciente de la gravedad de la enfermedad.
Pero los tapabocas escasean en los barrios de blancos. En la Feria Estatal Anual de Mississippi, la gran mayoría de los afroamericanos llevaban tapabocas una noche de octubre. La mayoría de los blancos no.
“Buena parte de la comunidad blanca, sobre todo en las zonas que no han sido tan afectadas, no cumple con el distanciamiento social y el uso de barbijos”, dijo hace poco a periodistas el doctor Thomas Dobbs, el principal funcionario de salud del estado.
Mike hace una pausa al hablar del papel de la raza en la respuesta al virus.
“Sospecho que si hubiese afectado a la comunidad blanca como afectó a la comunidad afroamericana, las cosas serían muy distintas”, declaró.
A principios de julio, Mike empezó a sentirse mal. Tenía solo una tos seca, pero se hizo la prueba del coronavirus y dio positivo.
Bonnie también se la hizo, con el mismo resultado.
Un par de días después, ella lo despertó a las tres de la mañana. “No puedo respirar”, alcanzó a decirle. Y le pidió que marquase el 911, el número para emergencias.
Mike no pudo acompañarla al hospital porque estaba en cuarentena. Ayudó a colocarla en una camilla y le tomó la mano mientras la llevaban a la ambulancia. Luego la vio desaparecer en medio de la noche.
“Me sentí vacío. Asustado. Aterrorizado”, comentó. “Rezaba”.
Los médicos le colocaron un respirador a Bonnie, quien es sesentona. Y le indujeron un estado de coma.
Durante semanas Mike llamó al hospital continuamente. A las seis de la mañana, a media mañana, temprano en la tarde, a media tarde, a la hora de la cena, antes de acostarse.
Después de seis semanas, los médicos la sacaron del coma. Ella se despertó desorientada y asustada. Todavía tenía un tubo para respirar en su garganta. La volvieron a sedar y le abrieron un agujero en la tráquea para el tubo.
Mike, mientras tanto, seguía solo en la gran casa que tienen en un suburbio, con un jardín cuidadosamente mantenido. Por la noche, se dormía con el televisor encendido. Se despertaba a las dos de la mañana, confundido porque Bonnie no estaba a su lado.
“Si no tengo el televisor encendido, escucho el reloj toda la noche”, explicó. “Tic, tac; tic, tac. Si llueve, puedo escuchar la lluvia”.
No concebía la vida sin Bonnie y siempre pensó que sobreviviría.
“Hubo noches en las que rezaba y rezaba para que ella viviese otro día”, manifestó.
Cuando la sacaron del coma, necesitó sesiones de diálisis. Le subía la fiebre. Se sentía adormecida y desorientada por las medicinas.
En la casa, Mike hablaba con ella, como si estuviera presente.
“Le hablaba de noche”, relató. “Teníamos conversaciones como ahora, en que hablo con usted”.
Lentamente –muy lentamente– ella empezó a mejorar. No pudo comer por sí sola por semanas porque estaba demasiado débil. Debido al tubo en la garganta, solo podía hablar con la ayuda de un aparato electrónico.
Había razones para ser optimista: Cuando podía mantener una conversación, cuando habló por primera vez sin el aparato.
Recién a fines de septiembre, tal vez principios de octubre, sin embargo, fue que Mike se empezó a sentir aliviado. Después de tres meses en cama, sería enviada a un centro de rehabilitación.
Esta semana Mike recibió otra buena noticia: Bonnie se recuperaba más rápido de lo anticipado. Podía continuar su rehabilitación en su casa.
Regresa este fin de semana. Mike está emocionado.
“Adoro a esa mujer”.