Un acostón de ocasión no cambiaría su destino, así que tomó el dinero de su cuenta de ahorros y acudió con un abortista de famoso apellido.

“Puta y pendeja” fue lo primero que escuchó Mariela al decirle a Roberto que estaba embarazada, seguido de un “a ver qué haces porque ya sabes que mi novia también está preñada”. Se despidieron y jamás volvieron a verse.

Mariela había terminado la preparatoria y le esperaba un futuro prometedor como abogada. Su padre, un importante Juez, tenía trazado su destino: auto del año, universidad privada, estancia en el extranjero y matrimonio con el hijo de algún empresario.

Un acostón de ocasión no cambiaría su destino, así que tomó el dinero de su cuenta de ahorros y acudió con un abortista de famoso apellido, que practicaba legrados mientras platicaba del restaurante de moda en los años 90s.

El número telefónico de aquel médico se pasaba de mujer a mujer como el más grande tesoro, debido a que ninguna se le había muerto en la plancha. Las historias de desangramientos que ocasionaban ingresos al hospital tras abortos, rebelaban el más oscuro secreto de las jóvenes que cantaban “La Incondicional” de Luis Miguel.

Lo peor de lo peor que les podía pasar a las señoritas de aquel entonces, era que sus padres se enteraran que ya no eran vírgenes. En algunos casos el embarazo era lo de menos, algunos padres llevaban a sus hijas al abortista en completo secreto, no sin antes decirles: “además de puta, pendeja”.

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Abigail trabajaba en una maquiladora cuando conoció a Roberto, el tamalero de la esquina de la fábrica que además de tortas de tamal vendía mota. Ambos tenían 17 años y todos los viernes por la tarde se encerraban en el motel de la colonia.

Soñaban con juntar dinero para irse al otro lado, a Estados Unidos, para ganar billete verde y no quedarse con los miserables salarios del proletariado. Mientras soñaban fumaban un porro.

Un día Roberto no regresó con su carrito de tamales. Después de abortar introduciéndose un gancho de metal en la vagina, Abigail se enteró que su novio se fue de mojado llevando una carga de “maría” oaxaqueña dejándola sola en el momento que supo del embarazo.

Lo peor que podía pasarle a una obrera en aquellos años, era ser despedida por estar embarazada, quedarse sin empleo formal y terminar en una esquina de “puta por pendeja”., así que Abigail decidió perforar su útero con un alambre y seguir en la maquiladora.

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Laura llegó a Puebla procedente de Veracruz. Tenía 15 años cuando salió de su casa en donde no había ni para comer. Trabajaba en una cocina económica cuando Luis de 35, cliente de la fondita, la enamoró y la embarazó año tras año, así que al llegar a los 20 años tenía cuatro hijos.

Al notificar el quinto embarazo Luis la molió a golpes y la pateo tan duro en su vientre que abortó sin necesidad de pastillas, de un gancho o de una legra. Así fueron los siguientes dos embarazos más, terminaron en abortos espontáneos , rematando con una extracción de matriz.

Ella le rogaba a Luis que usara codón para no embarazarla , a lo que el respondía que solo las putas los usaban y las pendejas se embarazaban.

Laura logró salvar su vida y la de sus hijos huyendo de aquel esposo tras quedar estéril. Para sobrevivir fue cocinera de día y sexoservidora de noche.

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Yo aborté hace 23 años, en completo silencio, sola y amenazada por el médico que de no pagar la totalidad del servicio, ya que me fio, buscaría a mi madre para contarle. Yo decidí no truncar mi vida por haber tenido sexo de ocasión, de ese que si alguien se enteraba te decían: “además de puta, pendeja”.

Me vestí sola, caminé con inmenso dolor, viaje de Puebla a Atlixco. Al día siguiente sonreía como si nada hubiera pasado. Nadie se percató que sangraba y que para caminar arrastraba los pies por no guardar el reposo médico indicado.

Yo acompañé a una amiga a abortar. Mientras la legra hacia lo suyo, ella nunca me soltó de la mano porque cuando la anestesia hizo efecto ella me sujetaba fuerte, muy fuerte. Sus lágrimas corrieron por sus mejillas mientras estaba inconsciente, nunca lo supo.

La ayudé a vestirse, la tomé del brazo, la llevé en un taxi a su casa y la dejé recostada, llorando y muy triste. Ella y yo teníamos un secreto del que nadie podía enterarse.

Años más tarde mi madre me contó que abortó a los 19 años, producto de una violación tumultuaria. De esas que sufrieron las maestras rurales en los años 70s, a manos de sus compañeros del SNTE que hacían una especie de cobro de piso sobre los cuerpos de sus colegas. Se quedó callada y hoy a punto de cumplir 70 años aún lo recuerda con dolor: tenía cuatro meses, una amiga enfermera me llevó a una clínica un 14 de febrero. Era tan tonta que nunca dije nada.

Hoy veo a miles de mujeres en plena insurrección. Gritan, rompen vidrios, queman y pintan paredes, exigiendo no ser penalizadas por decidir si desean ser madres o no serlo, por dejar atrás el patriarcado que controla el placer y el cuerpo femenino.

Dos generaciones después seguimos en pie de lucha por que sea legal la interrupción del embarazo, por no escondernos, por no ser señaladas por los falsos reguladores de la moral. Luchamos por emanciparnos, por ser libres, por no ser llamadas putas y pendejas.

Este texto está dedicado a todas nosotras, a mis amigas que son madres y a las que decidieron no serlo, por las que se manifiestan en las calles, por las que sufren violencia, por las asesinadas, por las que luchan por la igualdad de género. Que mis hermanas tengan el derecho de decidir. ¡Que sea ley!

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