En este 2020 ni una cruz de sangre en la puerta de la casa, ni un altar al santo o virgen de nuestra devoción nos salvará de la necia incredulidad en esta nueva peste.
Mi vecino murió de Covid-19 y la noticia corrió cómo pólvora por la colonia. La recomendación fue cerrar la ventana que colinda con la casa contigua, lavar con cloro la banqueta y ahora sí, ¡sálvese quien pueda!
A pesar de que vivo en esta calle desde hace cinco años, solo conocía al dueño de la ferretaría de vista. Hoy que murió, el local luce un letrero que dice: “Cerrado hasta nuevo aviso por contingencia sanitaria”.
Respeto el dolor que tiene la familia de este hombre que sobrepasaba los 60 años de edad, pero ellos eran de los que no usaban cubrebocas al salir a la calle y mantuvieron su vida normal con su negocio abierto.
Hoy la vida les dio el golpe más terrible pero el más común dentro de esta pandemia, terminar hecho cenizas.
A dos calles de mi casa también falleció una mujer de la tercera edad, y dos calles más adelante un joven policía, al parecer ambos eran portadores de SARS-CoV-2.
Lo más grave es que algunos vecinos sigan sin creer que “el bicho” existe y que los habitantes de La Libertad están muriendo de Covid-19. Créanme cuando les digo que nadie se los confirmará, es más ni siquiera colgarán en sus puertas un moño negro que indique el luto de ese hogar.
Una de mis mejores amigas recientemente me reveló que su hermana, su cuñado y su sobrino, que viven en la casa contigua a la suya, se enfermaron de neumonía atípica, pero piensan que en realidad el coronavirus invadió sus cuerpos.
Con tristeza me contó que uno tras otro caían en cama con ardientes fiebres, con intensos dolores de cabeza, con agitación y contracción pulmonar que simulaban la tensión de una bomba a punto de estallar.
Todo esto sucedió en el mes de mayo, justo cuando mantuvimos comunicación telefónica para felicitarnos por nuestros cumpleaños, para saber cómo estaban nuestros hijos y cómo nos sentíamos emocionalmente librando una batalla más como madres solteras.
Ayer charlamos nuevamente, me dijo que no me contó la angustia por la que estaba pasando porque le dio pena y con mucha alegría añadió “la libramos sin ir al hospital”.
Uno de los mejores amigos de mi hijo trabajaba los fines de semana en un taller de hojalatería y pintura. El dueño del lugar falleció por neumonía atípica en el Hospital General de Cholula y su familia no acepta la muerte porque entró caminando y solo tenía tos intensa. Les regresaron el cuerpo hecho cenizas.
En redes sociales veo publicaciones de amigos y conocidos que piden oraciones para algún familiar que acaban de internar en el hospital. Días después las plegarias se convierten en pésames.
Al platicar telefónicamente con familiares, amigos y compañeros de trabajo, todos ya tienen una historia que contar de una persona que conocen que falleció de Covid-19 o simplemente se percatan que mueren más personas a su alrededor.
El éxodo bíblico narra qué con la décima y última plaga, que fue la muerte de todos los primogénitos de Egipto, Dios ordenó a los hebreos marcar con sangre de cordero los marcos y el dintel de la casa, para que la plaga no los dañara.
En este 2020 ni una cruz de sangre en la puerta de la casa, ni un altar al santo o virgen de nuestra devoción nos salvará de la necia incredulidad en esta nueva peste.
Si el coronavirus toca la puerta de su casa infórmele a sus vecinos para fortalecer las barreras de prevención, a sus amigos para que por lo menos desahogue su angustia y a sus compañeros de trabajo, si aún lo conserva, para que todos estén al pendiente de su salud.
Hagámonos más fuertes, más solidarios y escuchémonos sin juzgar, porque en esta Nueva Normalidad la muerte nos ronda a todos.