En época de lluvia, el agua rebasa y forma verdaderos ríos negros que desembocan en la Laguna de los Siete Colores.

Cada mañana, Jacqui McGrath solía nadar junto a su bebé de cinco meses en la laguna de Bacalar, en el sur del estado mexicano de Quintana Roo. Su casa, ubicada justo enfrente, tiene una vista privilegiada y un acceso directo a la laguna. Aunque el pequeño solo se alimentaba de leche materna, de pronto presentó un cuadro de diarrea y giardia, un parásito que se aloja en el intestino delgado.

McGrath, una médica homeópata de 46 años que llegó en 2005 desde Estados Unidos a Bacalar para hacer su servicio social y trabajar en el Hospital General de Chetumal, comenzó a sospechar que los síntomas tenían relación con su rutina de baño en la laguna. En su trabajo en la salud pública había visto problemas provocados por la contaminación del agua tanto en los residentes como en visitantes y turistas. La diarrea provocada por bacterias, las amebas y la giardia fueron confirmadas por exámenes en laboratorio.

El cuadro de su bebé se detuvo cuando decidió dejar de bañarse en la laguna. “Vimos casos de coliformes fecales, Escherichia coli, en varias partes de la laguna y con una frecuencia más alta de lo que se debe tener en un lugar para nadar”, dijo McGrath. Esa constatación la motivó a formar parte de la organización Agua Clara Ciudadanos por Bacalar. Allí, junto a otros profesionales, la médica se organiza para tomar muestras cada 15 días y analizar la calidad del agua.

La laguna de Bacalar es un sitio paradisíaco: está rodeada de frondosa vegetación en sus más de 40 kilómetros de longitud, y en sus aguas prístinas se perciben hasta siete tonalidades que van desde el turquesa hasta el verde profundo, pues en toda su extensión la laguna posee diversidad en los suelos de fondo y en sus niveles de profundidad.

Ubicado al sur del estado de Quintana Roo, Bacalar es un pequeño municipio de un poco más de 11 mil habitantes que hasta hace un par de décadas tenía pocas calles pavimentadas y un ambiente tranquilo, alejado del ruido y del turismo. Era uno de los secretos mejor guardados en un estado que concentra grandes atractivos como Cancún, Playa del Carmen o Tulum.

En 2007 Bacalar fue declarado Pueblo Mágico por la Secretaría de Turismo, una categoría que lo ha ido posicionando dentro de la ruta en guías de viajes y dándole una notoriedad que lo sacó del anonimato.

Muy pronto se corrió la voz de que en ese pequeño espacio de vida pueblerina, rodeado de naturaleza y hermosos cenotes, se podía apreciar atardeceres tan bellos como en las playas más cotizadas de México pero sin la delincuencia, peligro o el ruido de los epicentros turísticos. Su éxito ha sido tal que en el último feriado de Semana Santa Bacalar alcanzó el ciento por ciento de su capacidad hotelera (más de 515 habitaciones y 49 hoteles), superando a los destinos más emblemáticos de la región.

Sin embargo, volverse célebre ha tenido un costo que no fue previsto: el aumento de desechos que sobrepasan la capacidad e infraestructura de la ciudad. “La basura por diversos orígenes, los lixiviados y desperdicios agrícolas, la contaminación por drenaje y el turismo están poniendo en riesgo el equilibrio del cuerpo lagunar y propiciando la eutrofización”, explica Omar Caballero Hernández, un biólogo que estudia la ecología de los humedales y participa junto a McGrath en Agua Clara.

Además de la acumulación de basura, el sistema de alcantarillado y drenaje de las aguas servidas tampoco da abasto. En época de lluvia, el agua rebasa y forma verdaderos ríos negros que desembocan en la Laguna de los Siete Colores. “En la península de Yucatán, una de las principales características a considerar es el tipo de suelo kárstico y su origen marino, ya que es altamente poroso y permite la infiltración fácilmente. Esto, por lo tanto, tiene implicaciones en la contaminación del acuífero, es decir, las aguas subterráneas”, explica Caballero Hernández.

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