Ellos sólo tienen un par de preguntas: ¿qué día se acaba el coronavirus y cuándo regresan a la escuela?
Llevan un mes encerrados. Y por acá lo han llevado bien.
Muchos de ellos en minúsculos departamentos, entre cuatro paredes, metros de asfixia, sin acceso a un jardín, a una terraza, a un balcón, sin aire, sin albercas, sin sol, sin luna y sin estrellas.
Un día y de repente la vida se dio la vuelta.
Nos cayó una pandemia, la del Covid-19, con ello el encierro, la incertidumbre, la prevención. Nadie nos preparó para ello.
Un día, hace ya poco más de un mes, a nuestros niños les tocó un resumen.
En un corte informativo, complejo, tajante y para casi todos incomprensible, les dijimos que ya no volverían a clases, que se habían cancelado las vacaciones, que el destino ya no sería la playa, que la aventura cambió de sitio, que ahora sería en una cueva, que su casa sería una especie de guarida y que la única vista paradisiaca a partir del anuncio de la contingencia, sería el tendedero y los chones colgados de los vecinos.
Les dijimos simplemente que no habría más calle, que los parques habían cerrado.
Los helados, los algodones de azúcar, también se quedaron sin niños.
Sabían que por un largo tiempo no volverían a ver a sus amigos y su mayor tristeza arribó cuando se enteraron que el confinamiento los obligaría a cancelar también esas divertidas pijamadas en casa de los abuelos. Había un virus afuera y su misión como super héroes era cuidarlos de ese enemigo.
Nuestros niños no dudaron, aunque estaban inconformes, sabían que era lo mejor y que lo hacían por ellos, por los más débiles, si tocaba cuidar de los abuelos, no dudarían en hacerlo.
Se conformaron con verlos y saludarlos a través de una pantalla digital y transformaron, mientras todo volvía a la normalidad, sus abrazos y cariños en dibujos, cartitas y manualidades que entregarán cuando puedan volver a abrazarlos.
Así son los niños, sabios, son maestros, nos dan lecciones.
Ellos sabían que como en la historia de un cómic, para vencer al malo había que quedarse en casa y que como en un juego de humanos contra zombis, el que más tiempo aguanta quedarse en casa, se lleva el bonus. Ellos saben de pasar al siguiente nivel, igual que en los videojuegos.
Y así lo han hecho, son pequeños héroes a la altura de una crisis que ha superado incluso a varios de sus adultos, los más desobedientes.
Ellos sólo tienen un par de preguntas:
¿qué día se acaba el coronavirus y cuándo regresan a la escuela?
Y mientras eso pasa, son ellos, los niños quienes mejor han cumplido la norma.
Algunos adultos les hemos quedado cortos con aquello de la obediencia y con eso del predicar con nuestro ejemplo.
Nos están viendo.
En medio del caos logístico de sus papás y de las preocupaciones adultas, algunos chiquitos han podido, y sin chistar, transformar su incertidumbre en juego, en baile, en plática, en solidaridad, en resiliencia, lo mismo que sus entornos en castillos imaginarios y sus vestidos viejos en un disfraz de hada, de dragón o de power ranger.
Han hecho del cucharón de mamá una espada, del comedor una pista de Fórmula Uno donde el reto es que el carrito franquee los trates.
Son sabios, han sabido esperar con más paciencia que aquellos que dicen “estar a cargo“
A los niños también les ha costado asimilar el caos y es curioso pero por más multiplicado que se nos haya hecho la carga no han sido ellos quienes se han escapado infringiendo la cuerentena.
¿Quiénes eran entonces los desobedientes?
De la noche a la mañana los niños perdieron su cotidianidad.
Algunos conservan como campeones la sonrisa esperando que todo esto pronto se acabe.
Otros van a empate con eso de la actitud, no todos los días sale, se frustran y ya han agotado casi todas sus ideas de juego. A lo más su encono les ha hecho esbozar un errático: ¡todo por culpa de ese mugroso coronavirus! ¡te odio covid-19!
Lo han hecho como todos unos héroes.
Y es curioso, ellos acatan mientras lidian con la prisa de sus adultos, esos que se saltan la cuarentena porque “ya no aguantan más” y les comen las ganas, los alcanza la depresión ante la falta del aire fresco, del gym, de las compras, las tareas, de la fiesta, del club, de todo.
Ellos, los niños, tienen menos prisa. Sobrellevan su frustración, se adaptan fácil al cambio.
Juegan y también hacen deberes, ayudan en casa, alguno ya hasta aprendió a hacer hotcakes o el desayuno, otro a estrellar y freír un huevo sin romper la yema, a coser un botón, barrer o encontró en entre los escombros de su habitación aquellos dinuasaurios que ya ni se acordaba que tenía. Reinició la infancia jugando y tocando, lejos del youtube, volvió a tocar tierra.
Algo o mucho, todos hemos aprendido en el encierro. Ellos también.
Cuando comenzó el estado de alerta muchos pensaron que el mayor problema serían los niños, sin actividad, confinados en casa, la red saturó los chats de consejos y calendarios para hacer con ellos.
Para muchos ha sido una oportunidad. La de HABITAR, de estar, de conocerlos, de saber quiénes son, qué piensan, qué imaginan, qué se siente parar.
De saber que son además de resistentes, solidarios. Nos han dado lecciones.
El tiempo se les detuvo y ellos no conocen la prisa.
Extrañan, sí, pero el fútbol puede esperar, el cine puede esperar, la tarea puede esperar, la pizza se resuelve en casa. Ellos ya le agarraron el modo.
Ellos se quedan en casa.
¿Por qué tu adulto exterior, no?