Miren que no es fácil cumplir años en septiembre porque, como dice el meme, “¿se les cantan las mañanitas, el himno nacional, o se les prende la alerta sísmica?” *toco madera*
Hoy cumplo años. Y he de decirles que los cumpleaños en mi caso son algo así como la navidad, o como cuando llegaban los reyes magos cuando era niña (o tal vez no taaaaaan niña).
Miren que no es fácil cumplir años en septiembre porque, como dice el meme, “¿se les cantan las mañanitas, el himno nacional, o se les prende la alerta sísmica?” *toco madera*
Mucho antes de que hubiera una carrera al respecto, mi mamá tomaba super en serio eso de organizar fiestas, ella sería algo así como la JLo de experta en bodas, nivel morritos. No se conformaba con el pastel y los adornos, les tomaba medidas a mis primos y amigos (obviamente porque aún no tenían la conciencia suficiente para negarse, *si están leyendo esto, mis sinceras disculpas, chavos*) y confeccionaba cada disfraz, según fuera la temática del año: los picapiedra, payasos y Blanca Nieves, por mencionar algunos.
Además, contagió a varios en el camino: una de mis tías que en ese entonces estudiaba arquitectura, diseñó una réplica muy convincente del castillo de Disney para mi pastel de tres años; mis tíos vencieron la vergüenza de llevar en los asientos traseros una piñata de cenicienta o una pokebola de dimensiones épicas. En fin, se esforzaba tanto por celebrar un año más de mi nacimiento, que también terminé por contagiarme y contagiar a todo el que se dejara, hasta formar un grupo numeroso de enfermos fiesteros. La pasábamos de lo lindo.
Ya más grandesitos, mis contagiados y yo armamos las más locas fiestas de disfraces al ritmo de “everybody, yeah, rock your body, yeah”. Y le echaban ganitas ¿eh? Toda la chaviza le entraba con todo a los disfraces de cuentos de hadas, películas, seres mitológicos y hasta de lavacoches (true story).
Conforme fui sumándole velitas al pastel, también me dejé llevar como gordita en tobogán por esa bella fiebre fiestera de los cumpleaños de las personas que más quería. Me gustaba (y me gusta) preparar alguna sorpresilla por ahí, con la idea de sacarles una sonrisa, porque “no todos los días se cumplen *inserte su número favorito* años”.
Al pasar aún más los años, se hizo más corta la lista de invitados. Como dicen por ahí “la ley de la vida”, entonces comencé a darme cuenta de la importante diferencia entre envejecer y crecer. Envejecer es eso que nos sucede mientras esperamos que cargue la película cuando el internet va lento, cuando morimos por entrar al baño después de acabarnos un combo (cuates) en el cine, o el lento transcurrir de los minutos durante la laaaarga fila para ser atendido en el seguro social. Crecer tiene su alto grado de dificultad y no trae instructivo, es más bien un “hágalo usted mismo”.
En este mueble sin armar llamado vida, me he topado también con diferentes tipos de espectadores. Están los que nos echan porras de lejitos, mientras cruzan por detrás los dedos para que se nos caiga a pedazos (¬ ¬); quienes nos dicen que vamos mal, que “por ahí no va”, “ya merito”, “¡ay, te dije que así no!”, esos que son el vivo ejemplo de “no aceptes críticas constructivas de quienes no han construido”; también los hay quienes siendo todos unos ebanistas, nos van guiando y cuidando para que solos, solin, solitos, podamos saborear nuestro triunfo; y quienes van por chelitas, botana y música para intentar encontrar una solución juntos, aunque se encuentren igual o peor de perdidos. Ellos, como diría mi buen Bertolt Brecht, esos son los imprescindibles.
Si algo he entendido del contagio fiestero, es que no importa el tamaño del festejo sino el sentimiento que lleva de por medio: la enorme felicidad que nos produce uno año más de existencia de aquellos que se ganaron un lugar de primera fila con todo y palomitas, en nuestro loco corazón. Un año más nos sirve de recordatorio de lo afortunados que somos por contar con esos imprescindibles que hacen de nuestro paso por el mundo un viaje extraordinario.
Estoy segura que ya te acordaste de quienes te cantaron las mañanitas y el “dale dale dale”; del autor de esa sorpresa en tu escritorio godín que tanto te alegró el día; o de quienes cocinaron un rico molito con arroz por los que terminaste bien empachado de pedir y pedir “otro poquito”. Dale gracias a Yisus, al universo, o al destino, por su vida. Bien dicen que somos vecinos de este mundo, por un rato.