Si hablar con los adultos fue difícil, es inimaginable lo duro que debe haber sido explicar a los niños lo que está sucediendo.
Federica es una maestra vocacional de una escuela rural de Uruguay. Lleva casi dos décadas frente al pizarrón, pero este año está atravesando el momento más difícil desde que comenzó a batallar contras las injusticias con una tiza en la mano como su única arma.
Su sueño es que esos niños de batas blancas y rodillas sucias que nacieron en una zona rural tengan las mismas oportunidades que quienes lo hicieron en los barrios más acomodados de Montevideo.
Esta también es una historia muy triste, de esas que provocan calambres.
Alejo es uno de sus alumnos. Hace tres años, los médicos le diagnosticaron un cáncer muy agresivo. Perdió un año escolar debido al tratamiento oncológico, pero pudo regresar a la escuela.
En 2018, las maestras observaban emocionadas cómo ese niño parecía haber ganado la pulseada. Corría y sonreía a la par de sus compañeros durante los recreos.
Pero a comienzos de este año, Alejo recurrió a la Fundación Pérez Scremini —que trabaja por la cura del cáncer infantil en Uruguay— a realizarse un control y los estudios trajeron malas noticias. La enfermedad había regresado con más fuerza.
Hace pocas semanas, Federica escuchó la peor frase. Ya no había nada para hacer.
Alejo va a morir a causa de ese cáncer. Está en su casa, junto a su mamá. No va a la escuela desde mayo. Recibe a diario una visita de un médico y un psicólogo.
«Pedí auxilio por todos lados»
Federica ha dormido muy poco desde que se enteró del último diagnóstico. Descuidó a sus hijos y a su marido. Lloró a mares, se abrazó a sus compañeras y buscó apoyo.
En medio de tanta tristeza, esta maestra decidió que debe estar más fuerte que nunca para ayudar a los compañeros de Alejo en este momento tan difícil.
«Pedí auxilio por todos lados», contó Federica a El Observador. Habló con un psicólogo para consultar cómo tratar el asunto con los niños, porque está convencida que lo peor es callar.
A su vez, recurrió a una librería del pueblo más cercano a la escuela en busca de lecturas para compartir con sus alumnos cuando pase lo que nadie quiere que pase, pero que va a pasar. Ella lo dice así, porque ya ni siquiera hay esperanzas para un milagro.
Hace unos días, los padres de todos los compañeros de Alejo llegaron a la escuela rural. El equipo de docentes había preparado una jornada para compartir la mañana.
Una vez finalizada, mientras los niños corrían por el arbolado patio de la escuela, los padres fueron invitados a pasar al salón. Allí, Federica informó sobre la situación y explicó la necesidad de que cada familia hablara del asunto en la intimidad del hogar.
«Hay que prepararlos para lo que va a pasar», les dijo.
Si hablar con los adultos fue difícil, es inimaginable lo duro que debe haber sido explicar a los niños lo que está sucediendo.
Con el temple que solo una maestra puede tener, Federica les dijo a sus alumnos que el compañero no está bien porque el tratamiento no tuvo el resultado que todos esperaban. Hubo un silencio total y los pequeños bajaron la cabeza.
«Me costó mucho lograr volver a concentrarme luego de esa charla», dijo Federica a El Observador.
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