No se trata de una fiesta cualquiera, es una fiesta única donde no vemos a los festejados, pero podemos saber cuando se han marchado.
Cuando se acerca la celebración de Día de Muertos, en lo personal me parece que la atmósfera cambia, que se torna melancólica pero con un toque festivo porque es momento de recordar a nuestros muertos, de honrar su memoria y como buenos mexicanos, los honramos con una fiesta donde no falta la comida y el color. Sin embargo no se trata de una fiesta cualquiera, es una fiesta única donde no vemos a los festejados, pero podemos saber cuando se han marchado, porque se llevan consigo el aroma de las frutas y las flores para que los acompañen en su camino de regreso al más allá.
Mucho más profundo que las catrinas y de toda la mercadotecnia que rodea éstas festividades, la verdadera esencia se vive al interior de las casas donde las ofrendas se erigen como un amoroso y doloroso homenaje a quienes ya no están con nosotros y nos permiten por una vez al año, creer que nuestros muertos vuelven por unos instantes a donde se les extraña tanto, a donde se les recuerda y se les espera con un banquete preparado con inmenso cariño y donde cada platillo es aderezado con entrañables anécdotas, inundando las cocinas con esos olores y sabores que evocan tiempos felices donde estábamos juntos.
Las ofrendas son un recordatorio material de todos esos huecos que vamos acumulando en el corazón, mezcla de la celebración y tristeza que nos conecta con toda nuestra historia familiar. Se convierten en un recordatorio fehaciente de que el amor no acaba con la muerte y que no podemos quedarnos solo con el dolor de la ausencia de nuestros seres queridos, sino rescatar su memoria y celebrar su vida, sabiendo que permanecen en nuestro corazón. Cuando observamos sus fotografías es normal sentir dolor, pero si nos atrevemos a ver más allá, encontraremos el cariño, las risas y sobre todo el amor, que nos vuelve a envolver y entendemos que el agua de la ofrenda también simboliza nuestras lágrimas, pero también hay calaveritas de azúcar que nos recuerdan los momentos dulces, las veladoras nos recuerdan que el amor y las lecciones aprendidas son esa luz en medio de la oscuridad de nuestras almas cuando nos sentimos desamparados y las flores de cempasúchil resplandecen como si pudiéramos robar un poco del sol de los campos donde nacen para regalárselas a nuestros muertos, para que sepan que la luz de su recuerdo no muere en nosotros, que su aroma nos reconforta y que la brisa que las mueve, nos trae el mensaje de que donde quiera que estén, nos siguen amando.
Como era tradición de mi abuelita, me gusta creer que mis muertas vienen a visitarme para ponerse al corriente de lo que ha pasado desde la última vez y que casi podría platicar con ellas como lo hacía y mientras lo pienso, sus recuerdos vienen tan claros a mi mente, que perfectamente puedo imaginar sus reacciones y me rio de lo que dirían. Me gusta pensar que mis muertas por una vez al año dejan de estarlo, que por una vez al año, pueden estar a mi lado y darme la fuerza que tanto necesito. No me gustan los cementerios, prefiero esperarlas en casa, en la calidez del hogar, donde casi puedo verlas sentadas departiendo como lo hacían y por una vez al año, vuelvo a sentir que estamos completos, que todos los huecos de mi corazón se llenan y entonces puedo dejarlas partir de nuevo, vuelvo a quedarme en paz porque en una noche casi mágica, se borraron las barreras de la vida y la muerte, demostrando que ambas pueden traer tristeza y felicidad.
Mientras escribo esto, suena la canción que mi abuelita cantaba tan frecuentemente: la llorona y no puedo evitar que las lágrimas acudan a mis ojos, que sus notas me traigan el recuerdo de su voz y su mirada dulce cuando se posaba en mí y me siento profundamente afortunada por haber sido tan amada y por amarla tanto. La acompañarán mis tías, a quienes añoro profundamente y sus recuerdos me traerán tanto amor, tanta alegría, que como cada año, reafirmaré el sentido de ésta celebración y seguiré diciendo que no se trata de celebrar la muerte, sino de honrar la vida, de recordar que el amor no puede morir.
En mi corazón, a mis muertas les digo que no las olvido, que su recuerdo me guía y aunque quisiera que estuvieran aquí, agradezco a la vida habérmelas prestado.
Mientras suena: “Dos besos llevo en el alma, llorona, que no se apartan de mí…” me despido agradeciendo su atención y esperando que todos aquellos que tienen un hueco en el corazón por alguien que les falta, encuentren fortaleza en su recuerdo y alivio en su amor.
¡Hasta pronto! Nos leeremos nuevamente desde el diván.