‘El secreto para que la mermelada salga sabrosa, es el añadirle unas semillas del mismo chabacano, muy pocas, porque hacen daño’.
Sabíamos que las primeras lluvias del año en Puebla traían siempre buenas noticias: además de refrescar las mañanas, se acercaba la temporada en que la bisabuela preparaba la mermelada de chabacanos que tanto disfrutábamos en una torta de agua untada de mantequilla. Muy temprano y al grito de ‘chiva el último’ corríamos por las canastas que colgaban en la cocina y nos trepábamos a la parte posterior de la camioneta Rambler Guayín azul de mamá y toda la familia se dirigía al Tianguis sabatino de San Miguel Huejotzingo.
El camino al mercado es el más bonito que recordaré siempre: tumbados en la camioneta y sólo viendo ‘de cabeza’ los alrededores, los hermanos jugábamos a adivinar la ruta que seguiría la camioneta hasta enfilarse a la carretera a Cholula y luego a Huejotzingo. Era éste de una belleza indescriptible para alguien que recorre el mismo camino tan sólo 50 años adelante: saliendo por ‘El Puente de México’ sabíamos que enormes árboles de Eucalipto arroparían nuestro andar, hasta llegar al mercado. Sus frondosas y verdes ramas cubrían por tramos la carretera, no dejando que un solo rayo de sol llegara al pavimento, haciendo el recorrido fresco y agradable. Extensos campos sembrados de tierna milpa empezaban a verdear el paisaje, cuyo horizonte resguardaban los siempre nevados Popocatépetl e Iztaccíhuatl.
¿Cómo describir a un niño actual la belleza de ese camino ahora que fue sustituido por concreto, grises construcciones de tabicón y mucha basura? Ni un solo árbol sobrevivió a la imbecilidad gubernamental de ideas ‘modernizadoras’.
Al llegar a la plaza principal de Huejotzingo nos recibía una algarabía monumental: enormes toldos de blanquísima tela de manta de algodón cobijaban los puestos de los propios, que ese día se acercaban de rancherías y poblaciones cercanas, a ofrecer sus mejores productos y entre ellas, lo que buscaba la bisabuela Valito: los chabacanos criollos que se cosechaban con las primeras lluvias de mayo. Montañas de olorosa fruta amarilla salpicada con puntos naranjas y rojizos era mercada por ávidos compradores que se acercaban de la capital, para elaborar en casa las esperadas compotas. Terminada la compra, se nos permitía saborear un vasito de burbujeante sidra helada, en uno de los expendios cercanos a la entrada el Exconvento de San Miguel.
En casa, la bisabuela dirigía y repartía la maniobra cual diestro capitán de barco: tú lavas perfectamente los frascos y las tapas de metal, tú lavas con sal y limón el cazo de cobre, tú y tú me ayudan a ‘escoger’ la fruta y lavarla. Mientras la bisabuela preparaba la mermelada, nos entreteníamos jugando a las matatenas con las semillas recién lavadas y secadas al sol. El nombre proviene del náhuatl Ma-tlatema, de maitl – mano, tlatema – arrojar algo. El juego consiste en recoger con la mano piedrecillas – o en este caso semillas de chabacano – al tiempo que se arroja una pelotilla, una canica u otra semilla. Gana, quien pueda retener el mayor número de ellas en la mano.
Al cabo de algunas horas, la bisabuela anunciaba que el dulce había alcanzado el punto y nos recordaba: ‘El secreto para que la mermelada salga sabrosa, es el añadirle unas semillas del mismo chabacano, muy pocas, porque hacen daño’ al tiempo que ponía a hervir los frascos y las tapas, para iniciar el proceso de llenado y esterilización al vapor de estos. Para evitar quemaduras, sólo la bisabuela realizaba tan delicada maniobra y al final teníamos permiso de ayudarle a apretar con fuerza las tapas metálicas y voltear los frascos de cabeza, para completar el proceso. Ya fríos, los frascos de mermelada se almacenaban en la oscura alacena de la cocina, que los mantenía en perfectas condiciones de conservación hasta el próximo mayo, que nos volvería a animar con sus primeras lluvias, a tomar camino a San Miguel Huejotzingo.
¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!
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