De hornos de pan en casas particulares de Puebla han quedado muy pocos registros en las crónicas de la ciudad virreinal.
El trigo europeo llegó en la época de contacto a las regiones que hoy ocupa nuestro país y fue sembrado en los valles centrales del altiplano, por las magníficas condiciones agroambientales que encontraron los españoles. El Valle de Cuetlaxcoapan que hoy ocupa nuestra ya gigantesca Ciudad, así como el Valle de Atlixco, fueron muy exitosos en su cultivo, que llegó a superar con creces, los rendimientos que eran usuales en Extremadura o Castilla. Ya para el S.XVIII, la región que hoy conocemos como El Bajío, superaba la producción triguera poblana; aun así, desde siempre fue la Angelópolis cuna no sólo de siembra y cosecha de trigo, sino casa de innumerables molinos o fábricas de harina y, por supuesto, de excelentes panaderías.
En todas las casas particulares y conventos femeninos de la entonces Ciudad de Los Ángeles se hacían tortillas, elaboradas en forma exclusiva por mujeres, que invertían hasta 40 horas semanales de duro trabajo en su preparación, para la manutención de sus familias. Esta práctica permaneció prácticamente inalterada hasta bien entrado el S. XX. En cambio, la producción de pan se concentraba en los amasijos y panaderías establecidas y era una actividad preponderantemente hecha por manos masculinas. Tanto la variedad, como el pesaje y el precio de las piezas de pan eran reguladas por la autoridad virreinal.
De hornos de pan en casas particulares de Puebla han quedado muy pocos registros en las crónicas de la ciudad virreinal. Desde luego los hubo en conventos, monasterios y en los mesones del Camino Real, así como en casas de asistencia y en Paradores de Diligencias, como el que existió en la calle de Echeverría, hoy en la esquina de las calles 2 oriente y 4 norte; sin embargo, en la actualidad no tenemos constancia que haya sobrevivido algún horno de pan casero de la época virreinal en Puebla.
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Es hasta finales del S.XIX y a principios del XX cuando las mujeres poblanas empezaron a dejar constancia de sus Recetas Familiares en manuscritos que heredarían a sus hijas y nietas y que nos ilustran sobre la existencia de hornos domésticos, describiendo con todo detalle las condiciones de la cocción, como ‘horno templado’ para ciertas galletas y ‘horno fuerte’ para bizcochos y pan ‘francés’ y ‘de caja’. No he encontrado aún una descripción detallada de los hornos caseros en esa época, previa a la introducción de hornos a gas, hacia el primer tercio de la centuria del XX. Debieron ser modestos hornos a leña o carbón, de piso de barro cocido, cúpula de ladrillo y chimenea al exterior, con una pequeña puerta metálica, accionada por un balancín de peso y construidos sobre alguna plataforma en un rincón de la cocina a cierta altura, para la cómoda manipulación de las palas de madera que introducían las piezas a hornearse. Sin embargo, la mayor cantidad de pan se siguió produciendo en los amasijos y panaderías de la Ciudad.
Con la introducción de los hornos en las estufas de gas ‘tipo americano’ después del primer tercio del S.XX en Puebla, pero sobre todo en torno a la mitad de la centuria, en muchas casas poblanas se popularizó la elaboración de pasteles, panqués y todo tipo de galletería, así como la elaboración de ‘pan de caja’ para los desayunos infantiles. La versatilidad de estos hornos debido a la rapidez del ajuste de las diferentes temperaturas, la facilidad de su limpieza y mantenimiento hizo que en muchos hogares fuera común contar con productos horneados caseros.
‘Acompáñenme a comprar levadura’ anunciaba mi madre en alguna mañana de mediados de los sesenta del siglo pasado, para que corriéramos a la camioneta Rambler Guayín azul que ella misma manejaba y se dirigiera a la 2 oriente junto a la Iglesia de San Pedro, donde existía un pequeñísimo y oscuro local provisto de un único refrigerador lleno con barras de levadura fresca de marca ‘Leviatán y Flor’. Esta era la única mercancía que ofrecía este comercio y, sin embargo, permaneció por décadas en funcionamiento.
Ya en casa, lo primero que se hacía era limpiar perfectamente la mesa de la cocina, lavando la cubierta de madera muy bien con agua y jabón, para después secarla perfectamente con un trapo. Luego ayudábamos a pesar los ingredientes con la ayuda de una báscula de cocina azul, que mi padre le había comprado en ‘La Sorpresa’, ubicaba sobre la 2 oriente antes de llegar a la 5 de Mayo. El primer paso del proceso consistía en activar la levadura: lo llamábamos ‘despertar los animalitos’ deshaciendo en medio vaso de leche tibia la levadura, con la ayuda de una palita de madera. Al cabo de unos minutos, la leche producía espuma y un agradable olor, momento de empezar el proceso. ‘Ya están listos para trabajar’ exclamaba mi madre.
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Sobre la mesa hacía una gran fuente con la harina, le incorporaba la sal, y en el centro vaciaba la levadura activada y el agua. Venía el trabajo de amasado y nos tocaba ver como hábilmente manipulaba la masa, hasta conseguir se le quitara lo pegajoso. Luego la azotaba con fuerza sobre la mesa, para después dejarla ‘que creciera’ hasta doblar su volumen. Después la volvía a amasar, y la depositaba en un molde de hoja de lata, ennegrecido de tanto uso. Al cabo de un par de horas y con el horno ya bien caliente, introducía al molde y nos encantaba ver a través de la ventana de este, como crecía y se doraba: al día siguiente en el recreo de la escuela, éramos la envidia de los compañeritos, con nuestra rebanada de pan de caja untada de mantequilla y espolvoreada con azúcar.
¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!
#tipdeldia: La elaboración de pan de caja casero es una actividad que puede parecer complicada, pero su consecutivo ensayo nos dará la pericia necesaria para disfrutarlo. Les recomiendo invitar a hijos y sobrinos a participar en la actividad, quizá alguno de ellos como yo, encuentre inspiración, para seguir en el camino de la Cocina Tradicional de Puebla.