Cuando el 3 de junio de 2015, miles de mujeres salieron a las calles a gritar “Ni una menos” en respuesta a la ola de femicidios, no necesitaron renunciar a sus diferencias.
Imaginemos que muriera una persona a causa del coronavirus cada 23 horas. Seguramente, el país entero entraría en estado de pánico y se activarían protocolos de emergencia destinados a reducir el número de víctimas. Nadie discutiría la necesidad de estas medidas. Pues bien, en la Argentina muere una persona cada 23 horas a causa de la violencia de género (63 en lo que va de este año): son mujeres asesinadas a golpes, quemadas, descuartizadas, en un alto porcentaje a manos de sus propias parejas. Las reacciones masivas frente a esta dolorosa realidad hablan de una transformación cultural profunda. Un cambio de paradigma que empieza a encarnar con fuerza en este rincón del mundo, y que tiene antecedentes.
Cuando el 3 de junio de 2015, miles de mujeres salieron a las calles a gritar “Ni una menos” en respuesta a la ola de femicidios, no necesitaron renunciar a sus diferencias: entendieron que la unión hace la fuerza. Este presente se nutre de otras voces, de las autoras y militantes históricas. Trazar ese recorrido fue el objetivo que orientó el armado de Biblioteca feminista (Planeta), un ensayo de Florencia Abbate que da cuenta de algunos de los aportes más relevantes a la hora de historizar el debate. Ideas que de algún modo siguen vigentes “porque existe una cualidad irreductible en sus demandas”, según señala la autora.
En la cronología de la lucha merece un capítulo aparte un episodio fundante de la Revolución Francesa de 1789: el 5 y 6 de octubre de ese año, empuñando sartenes y cuchillos y con dos cañones que se habían robado, miles de mujeres impulsaron la Marcha hacia Versalles, que terminaría provocando la irreversible crisis política que finalmente derrocaría al rey y con el tiempo terminaría dando paso a la república.
En simultáneo a esos gestos colectivos, algunas de ellas se atrevían a desafiar las normas que imponía la sociedad de su tiempo, como Olympe de Gouges, autora teatral y tenaz militante contra la esclavitud, que tras la muerte de su esposo se negó a que la llamaran «viuda Aubry» y se inventó un nuevo nombre. Finalmente, fue ejecutada en la guillotina en 1793, con 45 años. Un diario de época dijo: “Quiso convertirse en una figura pública y la ley la castigó como corresponde a una conspiradora que olvidó las virtudes de su género”. Otra amazona fue Theroige de Mericourt que, empuñando un sable, participó de la destitución de Luis XVI.
En el origen del discurso feminista también se ubica la madre de Mary Shelley, Mary Woolstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Su libro aportaba claves contundentes sobre cómo ciertas construcciones culturales solo han servido para que un grupo domine a otro: el patriarcado -entendemos hoy- es un sistema de dominación.
-¿Un sistema que echa mano a la biología, al adjudicar supuestas cualidades innatas a los géneros para justificar la violencia?
-Esa ha sido una constante -dice Abbate-. Por ejemplo Rousseau, padre de la Revolución Francesa, cae en el error de plantear que al ser varones y mujeres biológicamente diferentes a ellas, consideradas más frívolas y sumisas, les toca servir, agradar, atender a sus maridos, “cuidarnos cuando seamos viejos”, dice. Mary le responde que en todo caso si son así es por la manera en que se las educa. Kate Millet -la pensadora estadounidense- también cuestiona también la idea de que el hombre es más agresivo por una cuestión innata: a él le enseñan a conectarse con la agresión y a nosotras a introyectarla, un debate que se reactivó a partir del crimen de Fernando Báez. Sigue siendo muy fuerte también la noción de la mujer como un objeto que “se posee”.
Otro caso que recoge el libro es el de Flora Tristán, autora de Peregrinaciones de una paria (1838) y la Unión Obrera, que definió el matrimonio como un contrato que supone la subordinación consentida de la mujer. Y el de la argentina Juana Manso, que hacía un llamado a que las mujeres rompieran con el silencio acerca de los abusos que pesaban sobre ellas. “La sociedad es el hombre: él ha reservado toda la supremacía para sí”, escribió esta última.
La opresión pesaba sobre las mujeres de la Rusia zarista, que protagonizaron un capítulo relevante en la historia del siglo XX: todo comenzó con las obreras de cinco fábricas textiles de San Petesburgo, tal como cuenta Olga Viglieca en Las mujeres que voltearon al zar: el 8 de marzo de 1917, las trabajadoras del distrito de Viborg se declararon en huelga, y después celebraron asambleas, tomaron las calles. Como ante las mujeres de Versalles, el poder no pudo reprimir: así, las rusas inauguraban el camino que condujo a la Revolución y a la Constitución de 1918, que otorgó sufragio universal para varones y mujeres.
“Para los moralistas de baja monta, el problema no está tanto en que la mujer venda su cuerpo sino en que lo haga por fuera del matrimonio”
En lo que tiene que ver con el plano sexual, Emma Goldman fue una de las primeras autoras en denunciar la hipocresía “que supone pensar que lo que en los hombres es visto como un derecho para el desarrollo de su identidad, en las mujeres sea considerado una falta moral (!). Para los moralistas de baja monta, el problema no está tanto en que la mujer venda su cuerpo sino en que lo haga por fuera del matrimonio”, recalcaba la escritora, para quien la emancipación comenzaba en la propia mujer, no en los permisos externos que pudiera concederle el sexo opuesto.
Y con el siglo XX llegan libros cruciales para el corpus teórico del feminismo, entre ellos El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir, que clarifica las representaciones que ambos sexos reproducen en función de los estereotipos de género.
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