Sobre el linchamiento de ese 1968, en esa junta auxiliar del municipio de Puebla, sólo hay recuerdos entre familiares y amigos de las víctimas; pero pocos hablan del tema

Alberta y Julián tienen una historia en común: sobrevivieron al linchamiento de hace 50 años en San Miguel Canoa, una comunidad del municipio de Puebla. El 14 de abril de 1968, ella, con poco más de siete meses, perdió a su padre. En tanto, él atestiguó el asesinado de sus amigos y cómo un machete le cortó tres dedos de su mano.

A medio siglo de distancia, Benigna Alberta García Arce y Julián González Báez reviven constamente ese episodio, tras multiplicarse los linchamientos en el estado y todo el país, sobre todo porque han sido asesinadas personas inocentes, como aquella noche lluviosa a las faldas de La Malinche.

«Duele muchísimo que maten a personas que no habían hecho nada«, dice el bisabuelo que actualmente vive, junto con su esposa, en la colonia Alamos de esta capital poblana y quien nunca ha regresado a ese pueblo en estos 50 años; «es necesario combatir a la violencia y que cada persona se convierta en portavoz de la paz», propone.

Julián llega con su esposa a la casa de una de sus hijas. En la primera oportunidad, resalta que es un «privilegio» seguir vivo y a la par también lamenta los homicidios. Además, expresa tristeza por la situación de linchamientos en el país. «La gente se sale de control fácilmente por alguien que los incita y así, sin investigar, se les agrede y hasta mata«.

Desde su punto de vista, nadie debe ser asesinado, pese a que haya cometido un delito, pues convierte a los jueces de plazas públicas en delincuentes, por lo que considera necesario hacer algo para impedir que «la gente se vuelva asesina».

Julián admite su perturbación cada vez que sabe de un linchamiento, porque está convencido que es sobreviviente de «milagro», porque prácticamente revivie ese momento es un mente, cuando les decían a la turba que eran empleados de la universidad y el prósito de escalar La Malinche; «no venimos a molestar, ni agredir, ni hacer desmanes en su comunidad».

Por eso, cuando vió cómo quemaban vivas a dos personas en Acatlán de Osorio, volvió a sentir la hoz en el cuello, a recordar cómo suplicaba que no los mataran, a revivir la impotencia tremenda de ver a la gente envuelta por la ira y el odio, a ver su mano mutilada, como regresar a ese día lluvioso que truncó sus planes de escalar La Malinche.

La turba mató a su padre

En Canoa, Alberta regresó al duelo, como consecuencia del fallecimiento de su última hermana en San Pablo del Monte, Tlaxcala.

Con ese dolor, considera que nadie tiene derecho a hacer justicia por propia mano; «no lo hagan, entreguen (a los delincuentes) a las autoridades, para que investiguen si es delincuente o no, porque si así no’más lo agarran y los llegan a pasar, qué pasaría si fuera uno de sus hijos«.

Entrevistada en su casa de la privada Emiliano Zapata, reconoce que no tiene ningún recuerdo vivencial de esa noche; sin embargo, destaca que su madre Tomasa le contó cómo llegaron a su casa los trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP); Ramón Calvario Gutiérrez, Miguel Flores Cruz, Jesús Carrillo Sánchez, Roberto Rojano Aguirre y Julián González Báez; que el sonido de las campanas cuando cenaban, la concentración de la gente y más tardé el frenesí en el número 9 de la calle Benito Juárez, inmueble que hace más de 10 años fue vendido por una de sus cuñadas.

Un machetazo cortó de tajo la vida de su padre, después siguieron con los jóvenes. La madre desesperada corrió hacia la barranca con sus hijos para poner a salvo las vidas y desde lejos sólo escuchó a la gente enardecida.
«Me decía: no mi’ja, es una cosa de terror, nunca nos esperamos esto. Cuando escuchamos las campanadas, las dedicadas, los estallidos (cohetes o armas), rompiendo la puerta con hacha. Tu papá les preguntó: qué hicieron muchachos. No pus nada, nosotros íbamos a La Malinche (respondieron ellos). Después los sacaron como se ve en la película (Canoa, de Felipe Cazals)» -la cual, por cierto, no pudo ver completamente la primera vez, debido a que las actuaciones violentas habían sido como se las platicaban de niña.

En tanto, en la parroquia, una placa de marmol destaca por su leyenda «Gratitud del pueblo de Canoa. La Divina Providencia nos trajo al sacerdote don Enrique Meza P. el 17 de agosto de 1961. Gracias, mil veces gracias a Dios (…)»

Dicen que el incitador fue el padre, quien nunca habló sobre el tema; pero, en el pueblo, la mayoría parece que prefiere pensar lo contrario y opta por destacar su labor sacerdotal. Sobre el linchamiento de ese 1968, sólo hay recuerdos entre familiares y amigos de las víctimas; pero, pocos, muy pocos, quieren hablar del tema.

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