El principal motivo que da Bailenson para justificar la ‘fatiga de Zoom’ son las miradas directas.

«Hacer un Zoom» va camino de volverse una expresión tan propia del mundo conectado como googlear o «poner un whatsapp». Hace un año el coronavirus hizo que las videollamadas se hicieran indispensables para llevar la oficina o el centro de estudios a casa y dio a Zoom un chute de popularidad que la convirtió en una de las herramientas digitales mayoritarias entre los usuarios. Fue uno de tantos vuelcos que provocó la pandemia: de la noche a la mañana, millones de personas en todo el mundo empezaron a pasarse horas en videoconferencias.

Una de las primeras consecuencias que apuntaron algunas de ellas es que ese entorno virtual les resultaba más extenuante. Apareció el término ‘fatiga de Zoom’ para describir la sensación, pero a los científicos les pilló a contrapié. ¿Es realmente una consecuencia de las videollamadas? ¿o forma parte del estrés por las medidas de aislamiento social y los confinamientos? Aunque la investigación sobre cómo afectan al cerebro las interacciones con las nuevas tecnologías es abundante, las videollamadas reúnen características particulares y su uso nunca había sido tan masivo.

En uno de los primeros estudios teóricos sobre la ‘fatiga de Zoom’, el director del Virtual Human Interaction Lab de la Universidad de Stanford (EEUU) y doctor en psicología cognitiva, Jeremy Bailenson, ha ofrecido cuatro explicaciones a por qué las videoconferencias producen un tipo especial de fatiga. Unas recomendaciones a tener en cuenta ya que la compañía espera seguir siendo omnipresente en la vida cotidiana tras la pandemia. En un comunicado hecho público este martes, Zoom espera alcanzar unas ventas 3.780 millones de dólares en 2022, con un crecimiento anual de los ingresos del 43%.

Demasiado contacto visual

El principal motivo que da Bailenson para justificar la ‘fatiga de Zoom’ son las miradas directas. Las personas hemos desarrollado toda una batería de contramedidas para evitar sentirnos incómodos o incomodar a los demás con nuestras miradas, pero las videollamadas se las saltan todas.

«Para aquellos que enseñamos sobre comportamiento no verbal, el ascensor es siempre un gran ejemplo para discutir teorías y hallazgos. En un ascensor, las personas se ven obligadas a violar una norma no verbal: deben estar muy cerca de otras personas que no conocen. Esto excede las cantidades típicas de intimidad que tienden a mostrar con extraños y causa incomodidad», detalla el psicólogo cognitivo. «Como resultado, las personas en un ascensor tienden a apartar la mirada de las caras de los demás mirando hacia abajo o desviando la mirada para minimizar el contacto visual con los demás. Se contrarresta una señal de cercanía para compensar un aumento en otra impuesto por el contexto».

Los estudios de Bailenson han mostrado que esta corrección se da también cuando las otras personas se muestran en una realidad virtual. Tendemos a mantener una distancia interpersonal mayor con las caras que nos miran fijamente que con aquellas que no lo hacen, aunque estas se muestren en una pantalla. Pero esta gestión del comportamiento no verbal no es posible durante las videollamadas.
«Compare esto con una reunión real con nueve oradores. Es bastante raro que una de las personas que escucha mire fijamente a otra, y aún más raro que esta mirada dirigida al no hablante se mantenga toda la reunión».

Por la configuración de estas herramientas y la colocación de las cámaras incrustadas en las pantallas, la cara de los intervinientes suele mostrarse muy cercana, lo que arroja una sensación de proximidad extrema. «Tanto si se trata de una conversación con otra persona como cuando es con compañeros de trabajo o incluso con extraños, estás viendo su rostro en un tamaño que simula un espacio personal que normalmente solo se experimenta cuando estás relacionado con alguien íntimamente», expone.

Además, los intervinientes se miran fijamente. La sensación se multiplica cuando la reunión es de varias personas, puesto que la mirada del resto de participantes se mantiene fija en el usuario, aunque no tenga la palabra. «Compare esto con una sala de conferencias real con nueve oradores cara a cara, donde cada persona habla aproximadamente la misma cantidad de tiempo. Es bastante raro que una de las personas que escucha mire fijamente a otra, y aún más raro que esta mirada dirigida al no hablante se mantenga toda una reunión», recuerda Bailenson.

¿Cómo corregir este exceso de contacto visual? El experto recomienda que hasta que se popularice la colocación de las cámaras a una mayor distancia del usuario, o las herramientas de videollamada modifiquen su interfaz predefinida, es conveniente no mantenerlas en pantalla completa. Cuando se utiliza un portátil, sugiere emplear un teclado externo para aumentar la distancia con la pantalla.

Sobrecarga por el lenguaje no verbal

Las videollamadas exageran el peso que tiene la mirada en el lenguaje no verbal, pero también restringen el uso de gran parte del resto de los gestos que las personas utilizamos para mostrar nuestras emociones al resto, puesto que quedan fuera de cámara. Bailenson argumenta que esto supone una carga psicológica extra al obliga a estar pensando constantemente en cómo transmitir esos mensajes no verbales que la comunicación por videoconferencia deja fuera.

«Los usuarios se ven obligados a monitorear conscientemente su comportamiento no verbal y a enviar señales a otros que se generan intencionadamente. Los ejemplos incluyen centrarse en el campo de visión de la cámara, asentir de manera exagerada durante unos segundos más para indicar que está de acuerdo o mirar directamente a la cámara (en lugar de las caras en la pantalla) para intentar hacer contacto visual directo al hablar», señala.

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