No todo han sido sudaderas y ‘leggins’. Aquí un viaje relámpago de India hasta Italia para ver cómo la pandemia afectó a nuestra vestimenta.
¿Acaso los meses de autoaislamiento, encierro y e han cambiado irremediablemente lo que nos pondremos cuando volvamos a salir?
Durante mucho tiempo, la suposición era que sí. Ahora, a medida que las restricciones se relajan y la apertura de las oficinas y los viajes se extiende en el horizonte como una promesa, esa expectativa es más bien un “quizás” con reservas. Pero la experiencia del año pasado no fue igual en todos los países, ni tampoco lo fue la ropa que dominó los guardarropas locales. Antes de poder predecir lo que vendrá, tenemos que entender lo que fue. A continuación, ocho corresponsales del New York Times en siete países comparten informes de un año de vestimenta.
ITALIA
Los informes de los comercios, las revistas de moda y los relatos personales coinciden: cuando trabajaban desde casa el año pasado, muchas mujeres italianas encontraron consuelo en las prendas tejidas. Aquellas que podían permitírselo se decantaron por las prendas de punto de lana de cachemira, del tipo que la Vogue italiana denominó “una versión de lujo de los clásicos conjuntos de dos piezas para correr”.
Fabio Pietrella, presidente de Confartigianato Moda, la rama de moda de la asociación de artesanos y pequeñas empresas, dijo que, aunque las tendencias de consumo indicaban un cambio de “una apariencia de negocios a una más cómoda”, no hubo “demasiada comodidad”. Las mujeres italianas, dijo, han evitado la ropa deportiva en favor de “prendas tejidas de calidad” que garantizan la libertad de movimiento pero con “un mínimo de elegancia”.
Una encuesta realizada entre una muestra aleatoria de mujeres trabajadoras, en su mayoría de entre 40 y 50 años, reveló que muchas seguían vistiendo como si fueran a la oficina, aunque favorecieran la comodidad frente a la elegancia.
Una mujer dijo que se había propuesto arreglarse —con una blusa tejida y pantalones de vestir— y salir cada mañana a una cafetería de la esquina para tomar un café antes de sentarse en su escritorio. Otra dijo que se vestía como en la época previa a la covid para servir de ejemplo a sus dos hijos adolescentes, que, bromeó, habían dejado de bañarse tras meses de aprendizaje a distancia.
Astrid D’Eredità, consultora cultural y madre primeriza, dijo que había renunciado al piyama “incluso cuando estaba embarazada” y optó por un estilo informal pero arreglado. Simona Capocaccia, diseñadora gráfica que trabaja en casa desde el pasado mes de marzo, también rechazó el piyama y los pantalones deportivos. “Vestirme para trabajar me anima”, dijo.
Milena Gammaitoni, profesora de Roma Tre, una de las principales universidades de Roma, puede pasar días enteros frente a la computadora, entre las reuniones del departamento de Zoom y sus clases con los alumnos (a quienes pide que no acudan en piyama), pero sigue vistiendo como en los días anteriores a la covid, con una chaqueta de colores sobre unos pantalones más informales.
“Recientemente, incluso he empezado a usar perfume”, dice riendo. “Creo que estoy totalmente frita”.
La actriz y directora Francesca Zanni, que trabajó en un documental sobre las mujeres italianas durante el encierro del año pasado, dijo que una mujer siguió poniéndose tacones altos durante las reuniones del Zoom aunque nadie pudiera verle los pies. Otra insistía en arreglarse para cenar en casa, y elegía un color diferente cada noche. “Pero eso no duró demasiado”, dijo. “Su marido se hartó”.
Según Pietrella, de Confartigianato Moda, un estudio reveló que las mujeres italianas optaban por vestirse bien para trabajar en casa para así levantar una especie de “muro psicológico” que las separara del resto de la familia.
“Vestirse envía la señal de que mamá está en casa, pero está trabajando”, dice Pietrella. “Así que nada de ‘Mamá, ayúdame con la tarea. Mamá, ¿ya compraste la comida? Mamá, necesito esto o aquello’. Mamá trabaja, así que ha adoptado una apariencia que deja en claro a los demás miembros de la familia que ella está trabajando”. —Elisabetta Povoledo
SENEGAL
Ni siquiera una pandemia ha mermado la pretensión de Dakar de ser la ciudad con más estilo del planeta.
En la capital senegalesa, en el extremo más occidental de África, los hombres con zapatillas amarillas puntiagudas y bubús blancos —túnicas largas y holgadas— todavía recorren las calles cubiertas de polvo sahariano. Las mujeres jóvenes siguen sentándose en los cafés para beber zumo de baobab vistiendo hiyabs enjoyados y mallas estampadas. Todo el mundo, desde los consultores hasta los verduleros, sigue llevando magníficos estampados de la cabeza a los pies.
Ahora, de vez en cuando, se ponen un cubrebocas a juego.
Mientras gran parte del mundo se encerraba en casa, mucha gente en África Occidental trabajaba o iba a la escuela con normalidad. El confinamiento en Senegal duró solo unos meses. A muchos les resultaba imposible mantenerlo. Necesitan salir a la calle para ganarse la vida.
Y en Dakar, salir significa vestirse bien.
Incluso si vas a trabajar en una obra de construcción. Los jóvenes que acuden a ellas cada mañana, con baguettes de sardinas envueltas en papel de periódico bajo el brazo, no han cambiado su apariencia de pantalones deportivos —entallados— con zapatos de plástico transparentes o zapatos bajos Adidas con calcetines y, a veces, uno de los gorros de lana blancos y negros que tanto le gustaban al poeta y revolucionario Amílcar Cabral.
Aun así, muchos han tenido que apretarse el cinturón, y la prohibición de las grandes reuniones para bautizos y bodas hace que se necesite menos ropa nueva.
Por ello, hay menos trabajos de arreglos para los sastres ambulantes que recorren las zonas residenciales, con la máquina de coser al hombro, y hacen sonar un par de tijeras para anunciar sus servicios. Y los modistos que tienen pequeños talleres en lugares que antes fueron garajes en todos los barrios de Dakar, con las puertas abiertas de par en par para confeccionar un traje de urgencia en una hora o menos, han tenido que despedir en muchos casos a los aprendices porque no hay suficiente trabajo.
Como muchas mujeres senegalesas, Bigue Diallo solía comprarse un vestido nuevo para cada evento y, si se trataba de la fiesta de una amiga cercana, se compraba varios. Actualmente, no encuentra motivo para hacerlo.
“No voy a malgastar mi dinero si voy a usar mi atuendo durante solo dos horas entre diez o 15 personas”, dice Diallo, propietaria de un restaurante en Dakar. “Me gustaría que lo viera mucha gente”. — Ruth Maclean y Mady Camara
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