Una de las centroamericanas relató que esperaba que la ayudaran al llegar a suelo mexicano porque le contaron que la gente ayudaba a las mujeres.
La hondureña Madison Mendoza tenía el rostro quemado y los pies lastimados luego de caminar por horas bajo el ardiente sol chiapaneco. Viajaba con su hijo de 2 años y no podía contener las lágrimas pese a que por fin ambos pudieron bañarse en Escuintla, una localidad 150 kilómetros (93,2 millas) al norte de la frontera entre México y Guatemala.
“Pensé que en el camino me iban a ayudar con el bebé; mi tía me había dicho que la gente ayudaba a las mujeres”, indicó Mendoza, de 22 años, quien huyó hace dos semanas de Tegucigalpa prácticamente sin dinero ante las amenazas del padre de su hijo, un policía en activo.
Sin embargo, la ayuda no llegó.
La solidaridad masiva que recibieron caravanas previas de migrantes centroamericanos al cruzar México con destino al norte ahora son apoyos con cuentagotas, bien por el cansancio de los pobladores o, como señalan algunos expertos, porque se ha divulgado un discurso que aviva los prejuicios en su contra.
Atrás quedó la ayuda de iglesias, particulares y organizaciones locales que ofrecían comida o transporte gratuito en plataformas de camiones o en vehículos pequeños para aligerar la travesía, lo cual ahora sólo ocurre de forma muy esporádica. Y todo eso ha incrementado la frustración de muchos que huyen de la pobreza o la violencia en Centroamérica.
“Lo que más me angustia es que el bebé me pide comida y ha habido días que no pude darle”, lamentó Mendoza, que el sábado llegó a Mapastepec, una localidad un poco más al norte de Escuintla, aún en el estado de Chiapas.
En el lugar, miles de migrantes continúan varados a la espera de que las autoridades mexicanas les otorguen algún permiso o visa temporal para trabajar en México o, en caso de no obtenerlo, seguir su viaje hacia la frontera con Estados Unidos.
El grupo decidió descansar el domingo en Mapastepec, ante lo cual decenas optaron por bañarse y lavar sus ropas en un río. Byron López, un guatemalteco de 24 años, dice que esta es la segunda caravana a la que se une. De la primera, en octubre de 2018, fue deportado.
“En la primera caravana me agarraron en Tijuana y me deportaron”, cuenta el mecánico, y dice que intenta de nuevo llegar a Estados Unidos para ver por primera vez a su madre, que vive en Miami y lo abandonó cuando tenía apenas unos meses de nacido. “Yo la perdoné; sólo quiero verla”.
El sacerdote Heyman Vázquez, párroco en Huixtla, municipio de la misma ruta, no titubeó al señalar las razones por las que la solidaridad ha disminuido.
“Se debe a toda la campaña de discriminación y xenofobia que se está creando a través de las redes sociales y los medios de comunicación, que culpan a los migrantes de la inseguridad en Chiapas”, explicó.