La gentrificación alimentaria modifica el paisaje de las ciudades. Recibe entusiasmada a los turistas gastronómicos, pero excluye a los vecinos más veteranos.
Gentrificación. La palabra (incómoda, larga, poco estética y nada eufónica) ya es de uso común. Dícese del proceso por el cual la población original de un barrio, por lo general céntrico y popular, es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor. En el proceso se produce una previa desinversión y deterioro económico seguido de una revitalización y modernización de la zona.
Esta práctica, que acentúa las desigualdades sociales, es poliédrica. Uno de los ángulos desde el que puede analizarse es el alimentario. Fuhem Ecosocial, entidad independiente dedicada a la reflexión crítica e interdisciplinar de los retos de la sostenibilidad, cohesión social y democracia, acaba de publicar el informe Gentrificación, privilegios e injusticia alimentaria. Con él denuncia que numerosos barrios de todas las ciudades del mundo se están convirtiendo en «escaparates alimentarios artificiales».
Un ejemplo. La Barceloneta. Históricamente, los vecinos en este barrio portuario vivían de la pesca y habitaban edificios modestos; después de décadas de vigorizar y robustecer la zona, este barrio se ha convertido en uno de los principales focos turísticos de la ciudad, con viviendas de lujo y una primera línea de mar reconvertida. La cocina tradicional ha sido desplazada por marisquerías al aire libre y bares de tapas que obtienen sus materias primas de puertos ajenos. «Han secuestrado el paisaje alimenticio», asegura el informe.
El concepto de ‘gentrificación alimentaria’ se utilizó por vez primera en 2014, en un tuit de la bloguera feminista negra Mikki Kendall: «Cuando hablamos de #gentrificaciónalimentaria estamos hablando de las consecuencias que tiene el hecho de que la comida característica de comunidades pobres se ponga de moda». Es decir, la gentrificación alimentaria provoca que comida de la que se abastecen los obreros (o, si resulta demasiado obsoleto el término, léase clase media) se reoriente a colectivos aburguesados, con alto poder adquisitivo. Eso modifica los hábitos alimenticios e incide en la salud de muchos ciudadanos.
Los mercados de abastos
Uno de los capítulos del informe de Fuhem se dedica a una práctica que a nadie que viva en una gran ciudad le ha pasado inadvertida: la gourmetización de los mercados de abastos. En su mayoría, los mercados de abastos se construyeron entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, contado con la participación del Estado en su organización y regulación. Cumplían una función de espacio público, destinado a la compra de productos básicos a precios asequibles.
A partir de los años setenta, los mercados de abastos entran en un declive que les confiere una actividad fantasmagórica: edificios anticuados, galerías vacías, puestos cerrados, cierres maltrechos… Piensen en el madrileño Mercado San Miguel, forjado en hierro y abierto en 1916. En pleno centro de la capital. Hoy las guías turísticas lo califican de «meca de los sibaritas». Abre hasta las dos de la mañana, y cualquier parecido con lo que debe de ser un mercado es casi casualidad. Lo que abundan son los puestos de degustación y de comida preparada. El género fresco se vende a precios astronómicos. Lo mismo sucede con el Mercado de San Antón y tantos otros distribuidos por toda la geografía.
Hay otros modelos. El de Barcelona, por ejemplo, cuyo ayuntamiento inició un programa de desarrollo de los mercados reduciendo el número de puestos, acondicionando restaurantes, incluyendo aparcamientos e incorporando… ¡supermercados! Sí, supermercados dentro del mercado. Este paradigma se trasladó a numerosas ciudades españolas. En teoría, estos dos espacios se complementan, uno ofrece productos frescos y el otro, los restantes. Pero sabemos que la realidad es otra. De hecho, es una realidad casi perversa, porque los supermercados tienden a reproducir la estética del mercado (por ejemplo, disponiendo los productos en cajas de madera para indicar la frescura de los mismos, vendiendo alimentos ecológicos o simulando puestos propios de mercado).
Los vecinos que sobreviven a la gentrificación (por ser propietarios) se encuentran con espacios alimentarios cuyos precios no pueden pagar. Los que tuvieron que abandonar su barrio e instalarse en el extrarradio pueden toparse con lo que se denomina «desiertos alimentarios», un fenómeno muy estudiado en Estados Unidos por su gran incidencia en las comunidades y en la salud de la población: más de diez millones de estadounidenses viven en estas áreas donde es difícil para las personas acceder a comida sana y, por lo general, fresca.
En España, esta realidad aún pasa desapercibida. Es posible, de hecho, que usted viva en un desierto alimentario sin ser consciente de ello. Si no puede conseguir alimentos frescos a menos de 1,6 kilómetros de distancia de su lugar de residencia; si tiene una tienda de alimentos orgánicos debajo de su casa pero le resulta demasiado cara para su bolsillo; o si, a pesar de tener un supermercado a menos de 10,6 kilómetros, no cuenta con coche o transporte público para comprar en él, la respuesta es sí: vive en un desierto alimentario. Hay numerosos estudios que vinculan estos desiertos alimentarios con problemas de salud derivados de una alimentación poco sana.
La gentrificación alimentaria modifica el paisaje de las ciudades. Recibe entusiasmada a los turistas gastronómicos (los foodies, con alto poder adquisitivo), pero excluye a los vecinos más veteranos, que acusan el desfase económico. Además, genera comportamientos anómalos, o nuevas tipologías urbanas, como los «turistas locales», consumidores que buscan experiencias gastronómicas cada vez más capitalizadas y comercializadas.
El informe de Fuhem es taxativo: la gourmetización de las ciudades acentúa las fronteras de inclusión y exclusión.