Una pareja de Long Island dice que luchar contra el cambio climático y proteger la biodiversidad comienza en casa.

Jacobs y su esposa, Lynn Jacobs, no tienen lo que se dice un césped, a no ser por el trozo de pasto de atrás por donde Bill Jacobs pasa de vez en cuando con su vieja podadora manual.

Su casa apenas se ve, desde principios de la primavera hasta bien entrado el otoño está oscurecida por un disturbio de flora que explota en color: bígaros violetas, amarillos mantecosos, blancos, naranjas profundos, escarlatas. Cultivan un surtido de algodoncillo, áster, baya del saúco, menta de montaña, hierba joe-pye, vara de oro, raíz de serpiente blanca y palo fierro. La mayoría son nativas de la región y prácticamente todas tienen la misión más elevada de proporcionar hábitats y alimento a aves migratorias y mariposas, polillas, escarabajos, moscas y abejas.

Jacobs es un ecologista católico que cree que los humanos pueden luchar contra el cambio climático y ayudar a reparar el mundo ahí mismo donde viven. Aunque varios habitantes de las ciudades y de los suburbios también cultivan plantas nativas con el mismo fin, Jacobs cree que la gente debe hacer más: reconectar con la naturaleza y experimentar esa suerte de trascendencia espiritual que siente en un bosque o en una montaña o en la abundancia de su propio patio. Es una sensación que, para él, se asemeja a sentirse cerca de Dios.

“Necesitamos algo más grande que la gente”, dijo Jacobs, quien durante nueve años trabajó en la organización Nature Conservancy antes de unirse a una organización sin fines de lucro enfocada en especies invasivas: plantas, animales y patógenos que agotan a las variedades nativas. “Necesitamos un llamado fuera de nosotros mismos, a una suerte de poder superior, a algo más elevado que nosotros para preservar la vida en la Tierra”.

Ese es el motivo por el que Jacobs ya lleva años mirando más allá de Wading River, una aldea boscosa en la costa norte de Long Island, para propagar ese espíritu por todo el mundo.

Hace tres años, Jacobs dio un paso más al unirse a otra ecologista católica, Kathleen Hoenke, para lanzar la iniciativa Habitats Santa Kateri, que impulsa la creación de jardines amigables con la vida salvaje que incluyen plantas nativas y ofrecen un espacio para reflexionar y meditar .

Ahora existen unos 190 hábitats de Santa Kateri en cinco continentes, entre ellos una ecoaldea en la isla de Mauricio, un vivero de árboles en Camerún, un atrio en Kailua Kona, Hawái y un patio suburbano en Washington, D. C.

El jardín de los Jacobs fue el primero e incluye plantas foráneas que le encantan a los pájaros y los insectos, como la aljaba –también conocida como fucsia— y que es un imán de colibríes así como el terreno de girasoles mexicanos de Lynn Jacobs, que sigue creciendo y donde, entre los pétalos, a menudo dormitan los abejorros por las tardes. Afuera, en la parte trasera, las hojas de otoño no se recogen para beneficio de los insectos que se quedan en la temporada de invierno y una pila de ramas caídas, que tienen varios años de antigüedad, es un hogar que han habitado generaciones de ardillas.

Para los Jacobs los pesticidas llamados orgánicos o naturales también son sospechosos: si una sustancia está diseñada para matar un tipo de insecto, ellos deducen que también puede afectar a otros. ¿Acaso la gente no ha escuchado sobre el apocalipsis de los insectos?

“Si eres del tipo de persona a la que le duele ver que las cosas mueran, es muy inquietante”, dijo Jacobs durante una conversación en su jardín durante un día reciente de otoño, alzando la voz para hacerse oír en medio del sonido de una sopladora de hojas que se usaba en la propiedad de un vecino.

Jacobs, por su parte, mira todos los jardines de césped impecable (“el césped es una obsesión, como un culto”, dice) y lo que ve son desiertos ecológicos que no alimentan ni a la vida silvestre ni al espíritu. “Esta es una pobreza de la que la mayoría de nosotros ni siquiera tiene conciencia”, dijo.

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