Esta es la historia del amor de mi vida: un hombre calvo de 1,88 metros con una nariz enorme. Compartimos el nombre y los apellidos. Soy lo que se conoce como un narcisista.

No sabía que mi mente era distinta sino hasta que mi nueva novia, Julia, comenzó a indagar en ella. “Cuéntame algunos de tus peores momentos”, me preguntó mientras estábamos en la cama, desnudos bajo las sábanas.

“¿A qué te refieres?”, pregunté.

“Digamos que son los cinco momentos más vergonzosos de tu vida”, respondió ella.

Traté de pensar en una sola cosa que hubiera hecho mal; no, no había nada. “¿Cuáles recuerdas tú?”, le pregunté.

“Muchísimos, todo el tiempo, salvo que me distraiga. Y los recuerdo todavía más cuando medito”, contestó.

Me incorporé con dificultad y muchas de nuestras diferencias iniciales cobraron sentido. El porqué ella no podía estar en silencio sin evitar sumergirse en su teléfono mientras que yo podía quedarme mirando la pared durante una hora. El hecho de que ella se tomaba dos copas al llegar a un evento para relajarse y yo apenas bebía.

Su mente era un lugar hostil mientras que la mía no. Por eso resultaba tan sorprendente que ella se hubiera convertido en una vocera política adicta al trabajo, que se enfrentaba a las crisis diarias del mundo, mientras que yo me quedaba en casa escribiendo biografías, sin enfrentarme a nada en absoluto.

A pesar de nuestras diferencias, o quizá debido a ellas, seguimos saliendo.

Un día, en la oficina de correos, me vio inquieto, pasando mi peso de una pierna a la otra y chasqueando la lengua ruidosamente, y me dijo: “¿Por qué te cuesta tanto hacer una fila?”.

“No lo sé”, respondí. “Creo que, en el fondo, no entiendo por qué alguien no toca una trompeta y me invita a pasar al frente”.

Ella se echó a reír, mi sonido favorito en el universo. “¿No has pensado que podrías ser un poco narcisista? Hagamos una prueba”, dijo.

Saqué mi teléfono e hice una prueba de la Escala de Personalidad Narcisista (NPI, por su sigla en inglés), en el que había que elegir la respuesta más apropiada entre 40 pares de afirmaciones, como: “Prefiero perderme en la multitud” o “Me gusta ser el centro de atención”.

Yo saqué 24/40, que calificaba por mucho dentro del espectro narcisista. Repetimos la prueba para que ella la respondiera: 1/40. Habría sido cero de no ser porque la convencí de marcar: “A la gente le gusta oír mis historias”. A mí me gustaba oír sus anécdotas. No tanto como me gustaba contarle anécdotas, pero no estamos hablando de mí (ja, sí, claro).

“La gente con un trastorno narcisista de la personalidad”, leyó, “tiene sentimientos exagerados de prepotencia y una capacidad limitada para empatizar. Ese no eres tú”.

“¿Bromeas? Es tan yo”.

“Lo siento”.

Me encogí de hombros. “No tengo problemas con eso”, dije, porque pensé que eso es lo que pensaría un narcisista. Creo que a ella también le pareció bien, porque pronto decidimos tener un hijo, incluso juntos. Pasamos año y medio intentando concebir, primero por diversión con la ayuda del vino, luego como trabajo con la ayuda de aplicaciones de fertilidad, y finalmente como masoquismo financiero con la ayuda de clínicas donde a Julia le extraían óvulos, la examinaban, sometían a biopsias y drogaban mientras yo me masturbaba de vez en cuando dentro de un clóset grande.

El complejo industrial de la fertilidad —cavernoso, interminable, deshumanizador— hizo que nuestras mentes distintas divergieran aún más. La de Julia, como era su tendencia, se apretó las tuercas. Se convenció de que nunca funcionaría, de que su cuerpo no tenía remedio. Perdió cosas pequeñas (el sueño, la esperanza, la capacidad de experimentar alegría) y luego una grande (la paciencia para escucharme hablar de todas las grandes metáforas que había logrado escribir ese día) y se obsesionó con investigar la ciencia de la fertilidad, en busca de su propia cura.

Los narcisistas necesitan control, o al menos la ilusión de control, pero la infertilidad no me dio nada; es un tortuoso limbo biológico en el cual, si tienes dinero, la ciencia seguirá vendiéndote esperanza. Siempre he dado por hecho que la realidad será lo que yo quiero que sea y por eso le ofrecí poco a mi novia, solo frases trilladas de que todo iría bien. Cuando no iba bien, me escondía en mi trabajo, si se puede llamar trabajo a lo que hago durante todo el día.

“¿Qué opinas de la terapia?”, preguntó en el metro de regreso de una de nuestras incontables citas en la clínica de fertilidad.

“Siempre he pensado que sería bueno en eso”, le dije. “Pero no tengo la paciencia”.

“Me refiero a que vayamos nosotros”, agregó.

“Ah, ¿por qué iríamos? Nuestro único problema es la infertilidad”, repliqué.

“Yo también creía eso”, dijo ella, pero yo solo escuché: “Pienso lo mismo”.

Luego vino el sábado en que llegué a casa y me encontré con mi maleta fuera del clóset y medio hecha en el pasillo. La misma maleta que había llenado en mis dos últimas rupturas. Estaba pasando otra vez; no podía volver a pasar.

Por fortuna, no me estaba echando. De último momento se había abierto un lugar en un retiro budista vipassana silencioso de 10 días al que me había estado rogando que fuera. Protesté, con el argumento de que ya me había encontrado con todos mis demonios. Ella me contestó en tono de broma que alguien cuya pasión era esa misma persona debería conocerse mejor. Necesitaba ayudarme a mí mismo para poder volver y ayudarla a ella; la infertilidad era demasiado pesada para llevarla sola.

El centro de retiro era un lugar tranquilo, en el que nos separaban por género y había muchas reglas (no estaba permitido hablar, entablar contacto visual, tomar estimulantes, ejercitarse, leer ni escribir). El primer bloque de meditación de 45 minutos se sintió como si hubiera pasado 10 años siendo arrastrado sobre púas sumergidas en ácido y todavía quedaban otras 11 horas ese día.

Durante estas sesiones, mi mente buscó maneras de distraerse: una interminable serie de canciones, recuerdos, ideas, traumas, temores y memorias infelices de la infancia; mi mente apretaba tuercas que ni siquiera sabía que tenía, en lo que rápidamente se convirtió en la peor semana de mi vida.

Después de una sesión en especial tortuosa, salí corriendo al bosque, llorando, le di un puñetazo a un árbol y hablé con un gusano que me respondió, lo cual me asustó tanto que maté a unas cuantas hormigas cercanas, tuve una confusa erección y luego me di cuenta de una cosa: lo que estaba experimentando, esta locura y episodio maniático, era similar a lo que Julia estaba viviendo: pensamientos intrusivos que se volvían dominantes y que desplazaban todo lo demás.

No lo sentí desde el intelecto, sino desde las emociones: cuán aterrada y sola debía de estar Julia y de qué manera tan espectacular le estaba fallando. Lo que significaba que era capaz de sentir mucha más empatía de la que creía.

Regresé a la sala de meditación y comencé a escuchar de verdad a los instructores, con la determinación de dejar de esconderme de aquellas cosas desagradables que sucedían en mi mente.

Los seis días siguientes aún fueron terribles, pero productivos. El retiro consistió en cambiar algunas de las historias que había empezado a contarme a mí mismo en la infancia y una en una fila de la oficina de correos. No soy narcisista, aunque sé pensar como uno, algo que empezó cuando era un niño tímido y sensible en un entorno que no valoraba esas cosas. Como era tan sensible, empecé a decirme a mí mismo que sentía poco.

De modo similar, cuando no le caes bien a la gente, puedes decidir si tienen o no razón. Si repites una mentira con suficiente frecuencia, empezarás a creer que es verdad. Pero estas eran decisiones, como la de convertirme en escritor de memorias: hacer mi vida pequeña y egocéntrica intencionadamente. Estas decisiones me habían convertido en una pareja inaccesible a nivel emocional y me convertirían en el mismo tipo de padre, si tuviera la suerte de tener esa oportunidad.

De vuelta en el mundo real, pedí muchas disculpas y me tomé un descanso del trabajo, pues no quería escribir sobre tiempos más felices hasta que hubiéramos conseguido que el presente, incluso sin hijos, fuera el mejor posible. Entonces, cuando ya habíamos perdido toda esperanza, de repente nos vimos en consulta con otro médico, luego de un tratamiento de fecundación in vitro, llorando de alegría ante los primeros destellos níveos de nuestra hija en la pantallita.

Los gusanos ya no me hablan. Gracias al retiro y a todo lo que vino después, me conozco mejor a mí mismo, pero me amo menos, y eso me ha creado mucho espacio extra para querer a los demás, con una intensidad de la que nunca me creí capaz.

Julia y yo ahora acostumbramos tomar una copa juntos cuando llegamos a una fiesta, para calmar los nervios. Me importa lo que la gente piense de mí. Lo que significa que compro regalos. Llego puntual. Escucho antes de hablar.

Ahora también tengo una lista de mis peores momentos, con las veces que he decepcionado a Julia. Pero una mente ligeramente hostil tiene su utilidad; te mantiene honesto.

Con ese espíritu, debo corregir algo que espero que ya sea bastante evidente. Esta no es la historia del amor de mi vida, sino de los amores de mi vida: una vocera política adicta al trabajo con una mezcla de fortaleza intelectual y ansiedad social que sigue optando por mantener su mundo grande, y nuestra hija, que, a sus 2 años, tiene el abundante pelo rubio de su madre, su propio sentido del humor pícaro y, porque el mundo puede ser muy cruel, mi nariz.

Vía New York Times

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