Noachim Frank pronunció su Conferencia Nobel el 8 de diciembre de 2017 en el Aula Magna, Universidad de Estocolmo.

Antes de aplaudir el bombardeo de un país presuntamente malvado, es bueno pensar en el biofísico Joachim Frank. Nació el 12 de septiembre de 1940 en Siegen, una de las sedes de la industria pesada de la Alemania nazi. No era un buen sitio ni un buen momento para nacer.

“Mi primer recuerdo es mi casa en llamas”, rememora entornando los ojos, como si volviese a estar allí, entre el caos y la destrucción. “Normalmente una persona no tiene muchas memorias de cuando tenía tres años y medio, pero yo recuerdo estar en la puerta de mi casa, viendo cómo se quemaban los edificios de alrededor, mientras nuestro tejado ardía por las bombas incendiarias lanzadas por los aliados”.

Más de 70 años después, Frank se reunió con otros dos de aquellos niños de la Segunda Guerra Mundial, pero nacidos en el otro bando: el británico Richard Henderson y el suizo Jacques Dubochet. Los tres, ya septuagenarios, recogieron el Premio Nobel de Química de 2017 por inventar el criomicroscopio electrónico, una revolucionaria herramienta para fotografiar moléculas fundamentales para la vida, a temperaturas de unos 180 grados bajo cero.

Si la generación de sus padres se dedicó a destriparse en los campos de batalla, ellos optaron por trabajar juntos y parieron una tecnología que abre las puertas a nuevos fármacos, al iluminar procesos biológicos como el cáncer y el alzhéimer.

“Mi primer recuerdo es mi casa en llamas”, afirma el biofísico, nacido en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras enterarse de que había ganado el Nobel, Joachim Frank escribió unos versos en su web: “Jesus Christ / Holy Cow / I’m a different person now”. Son expresiones malsonantes imposibles de traducir literalmente, pero vendrían a decir algo así como: “La hostia, ahora soy otra persona”. Tras ser galardonado “todo cambió, incluyendo las relaciones con otras personas”, explica sentado en una cafetería de Valencia, por donde pasó recientemente para formar parte del jurado de los Premios Rey Jaime I.

Frank comenta con entusiasmo sus logros científicos, pero agria el rostro y entristece su voz cuando habla de su vida paralela: la de escritor frustrado. Ha terminado tres novelas, pero no encuentra ninguna editorial que se las publique. En su cuenta de Twitter, su biografía se reduce a una frase, “Quiero ser escritor”, sin aclarar que además es profesor de Biología en la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Sus tres libros inéditos están relacionados con la ciencia. Uno de ellos, titulado El observatorio, narra la pelea de un astrónomo de Bonn para recuperar el antiguo observatorio de la ciudad alemana, convertido en un prostíbulo con club de estriptis. El protagonista se enfrenta, además, al divorcio de su mujer y a la defenestración profesional. Finalmente, acaba liado con su antigua secretaria y empieza a trabajar para ella como contable en una peluquería.

Una de sus novelas narra la pelea de un astrónomo para recuperar un observatorio convertido en prostíbulo.

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