Antes de ser Charly era Carlitos, era todo lo bueno que se podía esperar de un hijo primogénito
Era tímido, introvertido y sensible, una criatura de sólo tres años que pasaba horas investigando los sonidos de un piano de juguete, cuando sus padres se embarcaron en un largo viaje de placer por Europa y decidieron dejarlo junto a su hermano menor al cuidado de la abuela materna y el séquito de niñeras y mucamas de la familia. El hogar de los García Moreno, un petit hotel de Moreno 65, en Caballito, tenía todos los lujos que podía tener la casa de una familia de clase alta en aquella época: sala de costura, cancha de paleta y un montacargas en el que se bajaban al comedor los manjares que preparaban en el tercer piso un grupo de cocineras.
Antes de convertirse en genio precoz, en pianista de oído absoluto, en profesor de teoría y solfeo y en una de las figuras más importantes de la historia del rock latinoamericano, Charly García, en ese entonces Carlitos, era todo lo bueno que se podía esperar de un hijo primogénito: no les daba trabajo a sus padres, dormía de corrido por las noches y la música clásica que se escuchaba todo el tiempo en su casa parecía ponerlo en un estado de trance hipnótico.
Pero cuando una tarde de 1955 los padres regresaron de aquel viaje por Europa descubrieron que el niño presentaba una serie de manchas blancas en el lado derecho de su cara. Recorrieron clínicas y hospitales buscando el diagnóstico preciso y lo sometieron a tratamientos con iodo para curarlo. Pero no hubo caso, los días de desarraigo materno le habían provocado una crisis nerviosa que derivó en un problema de pigmentación en la piel conocido como vitíligo, que años después daría origen a su característico bigote bicolor.
Nació el 23 de octubre de 1951 fruto del matrimonio entre Carmen Moreno, una ama de casa del barrio de Liniers, y Carlos Jaime García Lange, un ingeniero de ascendencia holandesa oriundo de Caballito, químico, matemático, autor de varios libros de estudio y dueño de la única fábrica de muebles de fórmica del país. Lo siguieron Enrique, Daniel y Josi. Carlitos –como todavía le dice su madre en general– y sus hermanos se criaron en una época de bonanza, lujos y confort.
Desde muy pequeño dio muestras de sus condiciones de genio precoz: la música fue algo que empezó a intuir a los dos años y se manifestaba en él de forma genuina. Primero con una citarina, que aprendió a tocar de oído, y después con un pequeño piano de juguete que le había regalado su abuela materna.
A la edad en que muchos niños empezaban el jardín de infantes, Charly empezó a tomar clases de piano con una profesora, Julieta Sandoval del conservatorio Thibaud Piazzini, que iba dos veces por semana a su casa y, para conquistarlo, le regalaba caramelos. En varias ocasiones se ha referido a Sandoval como “una profesora freak aferrada al catolicismo” que le infundía la idea de que, para llegar a elevarse como los grandes genios, necesitaba atravesar el camino del sufrimiento.
A los 8 casi no hablaba, pero le silbaban una melodía y automáticamente lograba reproducirla en el piano. Una de sus niñeras, llamada María, le cantaba zarzuelas españolas y él pasaba horas jugando con los acordes hasta que Carmen le pedía por favor que parara. En las primeras evaluaciones anuales del conservatorio se destacó entre todos los niños de su edad por ser el único capaz de tocar con las dos manos.
Tenía poco más de 9 cuando comenzó a aburrirse de interpretar canciones de próceres musicales que sólo veía en bustos de bronce y un día en que se había enojado con la madre, mientras miraba El Club del Clan compuso su primer tema, “Corazón de hormigón”, con una letra que decía: “El corazón es blando/El corazón perdona/Pero tu corazón, parece de hormigón”. Cincuenta años más tarde lo grabaría junto a Palito Ortega, en Kill Gil.
En una entrevista de 2002, Charly le contó a Rolling Stone que su familia era un poco especial. “Vivía en el mundo de la clase alta. En el colegio me hice vago, reventado. Hasta ese momento, lo que me molestaba de la escuela era el quilombo. No entendía por qué los pibes querían quebrar el orden; en la música clásica a nadie se le ocurriría cambiarle una corchea a Mozart”, dijo. “Yo escuchaba algo desafinado y me ponía nervioso.”
Antes de cumplir 10 años leyó La Odisea, La Ilíada y a Oscar Wilde, pero su mayor influencia a la hora de componer no fue la literatura sino el cine. Le gustaban las películas freaks, Woody Allen, y los fines de semana con un grupo de amigos iban a ver films eróticos al cine Lido, básicamente porque era el único en el que se podían colar.
Para esa misma época, en una vieja radio a válvulas, Charly escuchó “There’s A Place” de los Beatles y sintió que su profesora de piano lo había engañado. La canción tenía una estructura perfecta y sonaba como la de los grandes autores de música clásica que había aprendido a interpretar a los 4 años, pero con un sonido que parecía venir del futuro. La irrupción de los Fab Four en la escena despertó en él una sensación liberadora, y la melodía de ese tema, de cuartas o quintas en vez de terceras, comenzó a definir el estilo que más tarde implementaría en la composición de sus canciones.
Después llegarían los Rolling Stones, Nebbia y Los Gatos, los Byrds, Elton John, su desencanto por la música popular y todo lo demás. Pero Charly ya había visto a los Beatles en el programa de Ed Sullivan cantando afinadísimos “Twist and Shout”, sacudiendo las cabezas con rebeldía, vestidos con trajes modernos, aclamados a gritos por miles de chicas, y desde ese día sintió que el mundo dejaba de ser gris para siempre.
A pesar de que su profesora lo había entrenado y disciplinado para ser concertista, con la aparición de los Beatles se dio cuenta de que podía componer canciones basadas en la armonía de la música clásica, pero básicamente mucho más divertidas. Los Beatles eran lo que, sin saberlo, había querido ser desde un principio. “Con el tiempo me di cuenta de que hacer un par de movimientos rendía más que tener buena digitación”, dijo Charly en un reportaje. “Los Beatles hicieron el resto.”