Yo aprendí a escuchar historias, las más crudas, de esas a las que les llaman “tocar fondo”.
La mitad de su rostro estaba amoratado, la sangre aún corría por sus labios y lloraba tan lamentosamente que aún puedo escucharla. Se llamaba Rocío y su esposo la golpeó con la base de la licuadora. Dos meses después regresó con él. Yo tenía 12 años y hacía la tarea en casa de una compañera cuando llegó esta mujer.
“No me pegues, no me pegues”, gritaba Lucia cada tercer día que la visitaba el padre de su hijo, un taxista que alcoholizado le metía unas palizas que al día siguiente ella bajaba las escaleras del departamento apoyando su peso en el barandal de la escalera. Al cambiarnos de casa nunca volví a verla. Yo tenía 14 años y todo era confuso porque cuando no había golpes la mujer tomaba de la mano a su agresor como si fuera el mejor hombre del mundo.
Ahogada en alcohol y tirada en la calle, mi madre y yo encontramos a su amiga Rosita. Su ex marido, abogado, le quitó la custodia de sus dos niños. Se los arrebató sin previo aviso. Las injurias avaladas por un Juez enloquecieron por una temporada a la bella mujer que años después cuidó a mi hijo para que yo pudiera salir a reportear. Yo tenía 15 años cuando ella, cual llorona, gritaba “¡Ay, mis hijos!”. Rosita falleció hace una década, su pareja, un albañil 10 años menor que ella, la encontró tirada en el piso tras un infarto.
Rebeca tenía delirium tremens y la conocí en un grupo de Neuróticos Anónimos. Acababa de regresar de Estados Unidos, estaban por repatriar a su pequeño de dos años, de quien perdió la custodia tras ser arrestada por venta de crack en Nueva York. Yo tenía 16 años y me salía a tomar aire fresco cada que escuchaba su historia en la tribuna.
El director de la escuela donde Carmen trabajaba le ofrecía cama, ella se negaba. Entonces fue acusada de maltrato escolar a un estudiante de seis años. El resultado fue la suspensión temporal de su plaza escolar, el escarnio mediático y su llegada a grupos de rehabilitación. Ella, mi madre, tenía 40 años y yo, 17. Ella salió de la depresión que la bajó de sus zapatillas, la despojó de su hermoso vestido verde, su color favorito, y que le quitó el rojo carmín de sus labios.
Yo aprendí a escuchar historias, las más crudas, de esas a las que les llaman “tocar fondo”.
Yo, Mónica, tenía 19 años cuando salí de casa. Ya había rechazado tres ofertas de matrimonio. La primera de un hombre que me doblaba la edad y que quería llenarme de hijos; la segunda, de un joven teniente, que no quería que saliera de casa más que para ir al mercado y a la iglesia; y la tercera, de un yugoslavo políglota que quería llevarme a París. La primera petición la rechazó mi madre; el segundo rechazo tuvo como respuesta una ráfaga de balazos al aire; y la tercera, el descubrimiento, años más tarde, de una red de trata.
Con el paso del tiempo, a mi vida llegaron las historias de cientos de mujeres con las que me he topado en el camino y que han tejido su historia con la mía. Mujeres a quienes solo la dignidad ha podido salvarlas de quedarse en el abismo del abandono, de la soledad, de la miseria o de las adicciones.
Aquella universitaria que acompañé a abortar y nunca me soltó de la mano, mientras el procedimiento se realizaba; aquella migrante que recibí en casa con una pequeña de tres días de nacida, que hoy no sé donde está, pero que lleva el nombre de Mónica porque su madre así lo decidió antes de seguir el sueño americano.
Aquella vecina que me contó que su ex marido la tiraba en el piso y le pateaba el vientre cada que quería que abortara; la sexo servidora que tomó clases de masaje en el DIF para dejar de acostarse con hombres, porque su vagina le dolía en cada penetración; aquella estilista que fue golpeada por su marido y tuvo que huir de la ciudad donde vivía.
Aquella mujer que fue violada y aventada desnuda en una carretera, porque se fumó un porro con dos traileros. Aquella que tuvo que prostituirse para poder alimentar a sus hijos, porque el salario de un trabajo de obrera no le pagaba las cuentas. O la que su compañero se fue de migrante y nunca regresó, ni mandó un dólar para alimentar a sus hijos.
Aquella mujer que guarda silencio porque su marido viola a las hijas de ambos, unas niñas de 15 y de 9 años, quienes consideran que es normal que su padre las penetre porque es parte de los usos y costumbres de la comunidad en la que viven.
Aquella mujer que no la dejaron dirigir una empresa cuando se embarazó; aquella que le negaron el trabajo como chofer de una gasera; aquella esposa de un político que por años la golpeó hasta que ella terminó con sus hijos en un refugio temporal; aquella que no la dejan gobernar porque ese sigue siendo un privilegio de los hombres, porque dicen que ellos sí saben hacerlo.
Simone de Beauvoir, filósofa francesa, escritora y activista feminista, en su libro El segundo sexo se cuestiona qué es una mujer. Cincuenta años después, podríamos preguntarnos qué es ser feminista.
Expuse las historias de algunas mujeres, y la propia, para poder explicar que existen tantos feminismos como historias de mujeres y que no se nace feminista, te haces feminista observando día a día cómo hemos sido humilladas, ignoradas, maltratadas y manipuladas por un sistema diseñado para que solo los hombres sean obedecidos, respetados y galardonados.
El feminismo está en la agenda diaria, es un tema que incomoda y que nos vuelve a estigmatizar por ser disruptivas y libres, un peligro para el sistema. Estamos recuperando lo que nos arrebataron, las nuevas generaciones perdieron el miedo a cuestionar, a exigir y a decidir, hasta que la dignidad se vuelva costumbre.
Aquí estamos, de pie y de frente, a nosotras mismas. Seguimos vivas y nos resistimos a morir. A algunas no nos queda más que la dignidad: caminamos mostrándole a nuestras hermanas que es posible vivir libres y soberanas de nuestra mente y de nuestro cuerpo.
No buscamos ser más que los hombres, sino caminar a la par de ellos. Si algo me ha enseñado el feminismo es a amar en condiciones de igualdad.
Las feministas somos todas aquellas que defendemos la dignidad de las personas, de mujeres, de hombres y de las otredades sexuales. Defendemos vidas dignas de ser vividas, no nos quedaremos calladas y romperemos todo cuando una de nosotras falte, cuando una de nosotras sea violentada.