Esta forma de gestionar los flujos migratorios ha alentado en la sociedad local la discriminación hacia esta población.
Hace tiempo un funcionario expresó las palabras que ahora sirven de título a esta colaboración; argumentaba las prácticas que su administración realizaba para mejorar la seguridad de una comunidad conteniendo la “invasión” de migrantes en las calles. Esto nos llevó a preguntarnos cómo interpretar tales afirmaciones. Así surgieron algunas reflexiones.
En Latinoamérica, la acumulación de la riqueza en pocas manos ha sido compañera de nuestra historia. Las personas empobrecidas se han llevado la peor parte. El actual modelo económico se rehúsa a responsabilizarse de las consecuencias que genera; esto sucede con las 70,8 millones de personas desplazadas a nivel mundial por persecución, conflictos y violencia; quienes, además, se les responsabiliza de su vulnerabilidad y de múltiples problemáticas sociales.
En la región, México es un país de tránsito y destino de migrantes que ha puesto en marcha un sistema de control migratorio con instituciones sin recursos suficientes para proteger a esta población y delegando en la sociedad civil la responsabilidad del estado en materia de ayuda humanitaria y protección de derechos humanos.
Esta forma de gestionar los flujos migratorios ha alentado en la sociedad local la discriminación hacia esta población. Viene ganando terreno el discurso que los acusa de ser perturbadores del orden, de aumentar la inseguridad y la delincuencia en nuestras comunidades, de ser portadores del COVID-19, de invadir nuestras comunidades y por lo tanto de atentar contra la unidad nacional y poner en riesgo la estabilidad social. A los albergues de ayuda humanitaria se les difama señalándolos como centros de atracción para actos delictivos y protectores de delincuentes.
Además de enfrentar el acoso de la delincuencia, los albergues afrontan la creciente discriminación de las comunidades donde realizan su labor; incluso, resisten la criminalización e intimidación de un Estado que intenta debilitar la estructura comunitaria que hoy en día proteger a las personas migrantes.
Ante estos discursos cabe preguntarse, ¿qué factores siguen reproduciéndolos y fortaleciéndolos? ¿quién se beneficia de ellos? ¿estas ideas buscan reafirmar la creencia de una supuesta “superioridad” de nuestra sociedad nacional frente al extranjero “invasor”? ¿estas expresiones buscan encubrir las relaciones de desigualdad y de dominación de unos grupos o personas sobre otras? Estigmatizar a quienes migran ha servido para ocultar que siguen siendo víctimas de injusticias y desigualdades.
Al considerarlas conflictivas puede responsabilizárseles de su propia situación de exclusión; o incluso, considerarlas como culpables de las problemáticas sociales que aquejan a nuestras comunidades y, por tanto, legitimar un trato discriminador y violento hacia ellas.
Frente a este discurso es necesario superar estereotipos que conciben a quienes migran como personas que atentan contra la unidad nacional, carentes de “los valores superiores” de nuestra sociedad mexicana que ponen en riesgo la estabilidad social.
La sociedad mexicana enfrenta el reto de desmitificar la idea de ser una sociedad homogénea, “superior a otras” en la que sí, poblaciones ajenas quieren permanecer, deben “integrarse”.
La idea de una sociedad armoniosa y superior a otras se sustenta, equivocadamente, en creer que existen rasgos específicos que unifican a la amplia y diversa sociedad mexicana: el nacionalismo.
Sin embargo, esta identidad no depende de factores objetivos como la igualdad de credo o de gustos compartidos, por lo que el sentimiento de arraigo y pertenencia puede y debe construirse. Si hay voluntad pueden fomentarse procesos para lograr la identificación entre miembros de una comunidad por muy diversas que sean las personas que la integren.
Preocupa que en México resurja este nacionalismo excluyente que rechaza la diversidad y culpa a los movimientos migratorios de los males de las sociedades, usando la idea del “enemigo exterior”. Estas ideas construyen un miedo social para estigmatizar a quien es distinto, al tiempo que hacen surgir “reivindicaciones” en favor de los más pobres y necesitados de nuestro país, aun cuando pocos hayan actuado en favor de esos llamados “nuestros pobres”.
Lo incongruente de esta simulada indignación porque ¡se atienden primero a los migrantes que a nuestros pobres!, es que tal reclamo no se basa en reconocer la necesidad de los últimos, sino en un enarbolado nacionalismo.
La presencia de migrantes en México ha fortalecido el discurso del “nosotros” en oposición al “ellos” y, en consecuencia, la falsa defensa de “lo nuestro”: nuestra seguridad, nuestros trabajos, “nuestras” mujeres, “nuestros pobres”, aquellos que si no fuera por “los otros” -los migrantes- nadie reconocería. Reconozcamos la conexión entre migración y prosperidad pues la mayoría de personas migrantes son mano de obra productiva, son consumidores e impulsores de nuevos negocios que fortalecen las economías locales.
Comprendamos que entre la población migrante viajan personas que huyen de una muerte inminente; y es que el discurso nacionalista excluyente ha insensibilizado a diversos sectores de la población al grado que pareciera no importar que seres humanos sean asesinados, torturados, violados o forzados a la explotación sexual.
La sociedad mexicana debe comprender que el asilo no es un favor que se concede, sino un derecho y una obligación establecida en los tratados internacionales que México ha suscrito. Aunque la violencia que aqueja a nuestras comunidades aumenta el miedo hacia las personas que migran por nuestro país, no debe determinar nuestra forma de pensar y actuar.
Asumamos a la migración como una oportunidad para reconstruir nuestras relaciones entre seres humanos.