Cerca de allí, bajo una carpa montada en una pick up, María Luisa Barajas, ama de casa de 40 años, intenta conectarse a una red wifi.
Un taller de herrería, una camioneta antigua o la acera se transforman cada mañana en aulas en un suburbio de Ciudad de México, donde niños pobres, alejados de las escuelas por la pandemia, intentan cambiar su destino aprendiendo con voluntarios.
“¡I am!”, repiten con entusiasmo dos niñas que anotan en sus cuadernos las palabras en inglés que el profesor escribe en la pizarra. Así inicia su jornada, entre fierros y equipo de soldadura, la escuela callejera “Rinconcito de esperanza”.
Cerca de allí, bajo una carpa montada en una pick up, María Luisa Barajas, ama de casa de 40 años, intenta conectarse a una red wifi desde un viejo celular para descargar material didáctico que utiliza su hija Aide, de 11 años.
“Habilitamos un pequeño salón con TV, internet, una laptop y un teléfono inteligente para auxiliar a niños sin recursos para tomar sus clases, con el compromiso de salir adelante”, dice a la AFP Dalia Dávila, gestora del proyecto.
Dávila se refiere a la parte trasera del vehículo, acondicionada con bancas, a la cual los estudiantes suben con cubrebocas y tras lavarse las manos para evitar contagios de covid-19.
La comerciante lanzó la iniciativa hace un mes para apoyar a familias vulnerables en el ciclo que, debido a la emergencia sanitaria, arrancó el 24 de agosto con clases por televisión para 30 millones de escolares.
Hasta ahora se han sumado cuatro maestros voluntarios, donadores de aparatos electrónicos y vecinos como el herrero que presta el taller.
La idea surgió tras la muerte de Leonardo, el pequeño hijo de Dávila y su pareja, por complicaciones cardíacas. “Todo este dolor lo transformamos en amor, en compartir con los más necesitados”, afirma la mujer de 34 años.
“El Rinconcito” ha recibido a unos 70 niños de entre 6 y 15 años sin los recursos suficientes para seguir las clases a distancia.
Diariamente llega hasta esta esquina ayuda como la de Eduardo Soto, profesor de inglés de 50 años, a quien la epidemia dejó desempleado, pero que motivado por la propuesta contribuye con clases gratuitas.
“Lo más difícil son las condiciones climáticas, a veces mucho sol, mucho ruido, y en el caso del idioma es difícil enseñarlo en la calle”, cuenta Soto.
Los vecinos de la tortillería “La abuela”, en cuya acera está montada la escuela, han abierto sus redes para que los menores puedan conectarse a la web.
México adoptó el formato de clases por televisión porque su cobertura es de 94%, frente a 70% u 80% de internet, según el gobierno, aliado con cuatro canales privados y que entrega libros gratuitos.
Las clases del programa “Aprende en casa” se imparten por señal abierta y servicios de cable, aunque los profesores también organizan sesiones por videollamada.
Los cláxones y el ruido de los automóviles rompen la concentración de los alumnos, que se ven alegres en el reducido espacio de la camioneta, adornada con globos y dibujos.
A Martha Hernández, trabajadora doméstica y mamá de tres niños, las clases también le han servido para aprender a organizar reuniones virtuales.
“Para ellos (sus hijos) ha sido muy difícil, primero porque no sabían usar computadora, luego porque no nos dan ninguna capacitación para usar las aplicaciones. ¡Yo no sabía ni cómo insertar un archivo!”, cuenta la mujer de 39 años.
Para que no quede duda de la seriedad del proyecto, en el reverso de un cartel con la foto de Leo, un anuncio advierte a los transeúntes: “Le pedimos respeto, está entrando a una zona de estudio”.