Estos establecimientos son restaurantes exclusivos, que sólo admiten a clientes conocidos o bien recomendados, y muy caros.
Las casas de geishas de Kioto suspendieron actividades en marzo y las reanudaron en junio, con unas normas de operación que obligaban a un trato más distante. Pero es fácil imaginar que, una vez que han corrido las rondas de sake, las normas se relajen.
«Dos maikos del barrio de Gion infectadas por el coronavirus». La noticia, que leí en el Kyoto Shimbun a principios de julio, me atrajo de inmediato. Al comentarla en Twitter evité la palabra maiko —como se le llama a una aprendiz de geisha— y escribí: “Infección en una casa de geishas en el barrio de Gion, en Kioto. No saben cómo llegó hasta ahí. Ah, clientes adinerados entrados en edad, capaces de guardar el anonimato…”.
Sabía que la palabra geishas llamaría más la atención; un par de comentarios me confirmaron que esa atención parte de un equívoco: mucha gente en Occidente cree que una casa de geishas es un establecimiento de comercio sexual. Son otra cosa: restaurantes exclusivos, que sólo admiten a clientes conocidos o bien recomendados, y muy caros, en los que cada uno de los comensales es atendido por una mujer que, además de servirle la comida y la bebida, le sigue la conversación, se ríe de sus chistes, y al final de la cena participa en un número de baile. Pero no fueron el morbo ni el exotismo lo que despertó mi interés sino lo contrario: una inquietante proximidad.
Vivimos a orillas del barrio de Gion —con andar una cuadra entramos en los jardines del Kennin-ji— y una de nuestras vecinas es, precisamente, maiko. No la conocemos: nos lo comentó un taxista parlanchín, pero no llevó la indiscreción hasta señalar su puerta.