La pandemia es una bofetada para casi todos los negocios, pero para aquellos que exigen el contacto físico entre trabajadores y clientes, el golpe duele más.

Susana Puebla espera en su salón de manicura a que alguien le dé motivos para levantar la vista del móvil. Las horas pasan y no entra nadie. “La cosa va mal, bastante mal”, dice, sentada en una de las cinco sillas para esteticistas de su local del centro de Madrid. Las otras cuatro están desocupadas. “Ahora tendría una persona trabajando en cada puesto, pero no llego ni al 30% de la actividad habitual”. La principal falla en su negocio es la ausencia de turistas, pero también echa de menos a otros clientes: “Una parte de mi clientela son personas mayores que viven por aquí. Están atemorizadas por la covid, tienen mucho miedo al contacto físico”.

Puebla no puede trabajar sin tocarles. Ha instalado mamparas, lleva mascarilla, no deja entrar a nadie sin ella, no para de desinfectar sus instalaciones y se lava constantemente las manos. Pero una “pequeña” porción de su clientela no regresa para que le cuide las uñas, como hacía antes: “Al retomar la actividad llamé a muchos clientes habituales para avisarles. De todas las personas mayores a las que llamé solo ha vuelto una. El resto me saludan desde fuera, incluso se asoman y me dan conversación, pero no entran. Aunque al supermercado sí que van…”.

La pandemia es una bofetada para casi todos los negocios, pero para aquellos que exigen el contacto físico entre trabajadores y clientes el golpe duele aún más. María Rubio, tatuadora en un estudio de Torrejón de Ardoz (Madrid), tiene constancia de que algunos de sus clientes no han vuelto por la irremediable cercanía que exigen sus dibujos. “Hace nada me lo dijo una clienta. Su madre quiere hacerse un tatuaje, pero le da cosa venir por si se contagia”. Si acudiese, le desinfectarían las suelas del calzado antes de entrar, le tomarían la temperatura, le darían gel hidroalcohólico para las manos y un par de guantes de plástico. “Tomamos medidas de higiene a la altura de un hospital. Nosotros somos los primeros que no nos queremos contagiar”, dice Rubio.

Los tatuadores ya estaban acostumbrados a prevenir riesgos: “Le tengo más miedo al sida o a la hepatitis que a la covid, y si no tienes cuidado en este trabajo te expones a ellos. Este virus no hace que nos empecemos a proteger, es un peligro más a tener en cuenta”. Mientras conversa, tatúa un sol en la piel de una clienta, Mireia Bustos, tumbada en una camilla envuelta con plástico y papel desechables. Asegura que no teme contagiarse: “Es la segunda vez que vengo desde que empezó la desescalada”. Coincide con ella Daniel Fernández, otro cliente al que un compañero de Rubio tatúa un rostro de mujer en el brazo: “Sé que pasé el virus porque di positivo en anticuerpos en los test que hicieron aquí, en Torrejón. No voy a contagiar a nadie y, teniendo cuidado, no veo motivos para no venir a tatuarme a un sitio en el que hay medidas de higiene”.

En las primeras semanas de la desescalada, a Rubio le resultó complicado convencer a su familia de que trabajar no suponía riesgos excesivos. “Fue difícil. Me repetían muchísimo que tuviera cuidado, que era sencillo que pasase algo en un trabajo como el mío. Al principio era todo supertenso, pero con el paso de los días nos fuimos relajando todos. El miedo nos frena más que el propio virus”, finaliza la tatuadora, que lamenta la situación de parte de su gremio: “Algunos van a tener muy difícil reabrir sus estudios”.

Las medidas de seguridad que toman en el salón de manicura y en el estudio de tatuajes reducen las posibilidades de contagio. La principal vía de transmisión del virus son las gotículas respiratorios que lanzamos al toser o al hablar. Y con mascarillas, guantes, desinfección y lavado de manos se combate ese camino hacia el contagio. Aunque mucho menos probable, también es posible la infección por partículas suspendidas en el aire. Por ese motivo, Pedro Toledo ventila las estancias de su centro de fisioterapia en el centro de Madrid. “Los primeros días de la desescalada tuvimos una avalancha de clientes, muchos afectados por la falta de actividad o por las malas posturas del teletrabajo. Hay de todo, pero pensé que la gente vendría con más miedo del que me he encontrado”, dice.

Para transmitir aún más tranquilidad a sus clientes, procura que le vean limpiar la camilla antes de cada uso. Empezó la desescalada dando masajes con guantes, pero ha comprobado que le resulta “imposible”: “No me voy a contagiar por tocarle la espalda o el cuello a un paciente si luego me lavo las manos”. La mascarilla también complica su trabajo, pero nunca se la quita: “Tienes que hablar con el paciente mientras aplicas fuerza, él también lleva la mascarilla y le molesta… Acabas un poco loco, pero es necesario”. Tardó en reabrir su clínica durante el confinamiento porque no logró suministro de mascarillas y gel hidroalcohólico: “Después de mucho buscar todo lo que logré comprar fue un litro de gel”.

Elena Patricia Madero, dentista en una clínica del madrileño barrio de Puerta del Ángel, no llegó a cerrar del todo en ningún momento. “Hubo varios días en los que solo atendíamos urgencias. Me llegué a proteger con bolsas de basura para no contagiarme”. Una vez que consiguió equipo suficiente empezó a recibir clientes con cita previa. En la cara lleva una mascarilla FFP2, tapada por una mascarilla quirúrgica y las dos protegidas por una pantalla de plástico. “Impresiona un poco, es diferente a lo que era venir al dentista antes de todo esto. Les ves a todos tapados y piensas: ¿dónde estoy?”, dice Raquel Simarro, una de las pacientes de Madero. “Somos una profesión a la que siempre se ha tenido miedillo, ahora no iba a ser menos”, bromea la dentista.

Entre las muchas medidas de prevención que ha tomado en su clínica, Madero ha ampliado el tiempo de espera entre cada paciente para poder desinfectar a conciencia todo el equipo. “Las medidas se irán relajando según avance la epidemia, pero ahora mismo a todo el mundo se le atiende como si tuviera el coronavirus”. Sin la prevención adecuada, a 10 centímetros de tantas bocas abiertas cada día, Madero tendría muchas papeletas para infectarse. “Tenemos mucho cuidado. Aquí hay menos posibilidades de contagio que en una terraza, en la que se juntan 10 o 15 personas quitándose las mascarillas”, comenta Madero, que añade: “No nos volvamos locos. Obviamente, nosotros tenemos que tomar más medidas de seguridad que un bar, pero los sectores con contacto físico tenemos una precaución especial que reduce mucho las posibilidades de contagio. Los pacientes que tenían miedo de traer a sus padres se han tranquilizado después de ver cómo hacemos las cosas”.

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