En México, mantener la distancia social choca contra una convicción arraigada en muchas vecindades: que la adversidad se supera colectivamente.
Cuando Araceli murió, sus vecinos organizaron un rosario en su honor en el patio, frente al altar de la virgen de Guadalupe. Lo organizó Minerva, que la conocía desde niña, cuando la vecindad era un pasillo rodeado de cuartos y los baños eran compartidos, igual que la lavandería. “Araceli cocinaba muy bien, me gustaban mucho los sopes que hacía, así gorditos, con salsa roja”, recordaba Minerva la semana pasada.
Araceli había muerto días antes, mientras México caminaba hacia la fase masiva de contagios de la pandemia y miraba de reojo las decenas de miles de muertos en Europa y Estados Unidos. Su hija la llevó al hospital el 13 de abril, pero ya estaba muy mal. Aguantó una noche más y a la mañana siguiente dejó de respirar. Tenía 65 años. Iraís, su hija, dice que el lunes por la tarde aún tuvo un ratito de lucidez: “Nos despedimos, nos perdonamos, cerramos ciclos y nos pusimos en manos de Dios”.
Hacía semanas que las autoridades recomendaban a la gente que no saliera a la calle, que mantuviera distancia con los otros y, aunque la curva de contagios crecía rápidamente, los vecinos decidieron hacer un rosario. Empezaron el miércoles 15 y continuaron el resto de esa semana y la siguiente. Cada día a las 19.00, familia, amigos y conocidos de la difunta sacaban sillas al patio, frente al altar, y empezaban a rezar. Acostumbrados a la vida colectiva —a tener la puerta de casa abierta, a bajar al patio a pasear, a verse, olerse y tocarse a diario desde hace décadas— un rosario por una vecina muerta resultaba del todo incuestionable: nadie habría pensado en no hacerlo.
Peralvillo 22 es una vieja vecindad de la colonia Morelos, en el centro de Ciudad de México, entre el casco antiguo y Tlatelolco. Un pedazo de terreno fraccionado en 48 departamentos de 40 metros cuadrados, centenar y medio de inquilinos. Allí viven comerciantes —sobre todo comerciantes— meseros, estilistas, un taquero, un cantante, una vendedora de alitas de pollo, una recaudadora de la Secretaría de Hacienda… Algunos siguen trabajando, pero la mayoría no. La pandemia los ha dejado en la cuneta. Desde hace varias semanas, los días transcurren entre visitas vecinales, salidas poco urgentes y un desenfado atávico: parece que aquí todo era igual hace quince años; que todo será igual en quince más.
En México, el 70% de la vivienda es informal. La industrialización de mediados del siglo XX atrajo a la capital a millones de personas, que necesitaban lugares baratos donde vivir. En el resto de urbes de América Latina ocurrieron procesos similares: familias enteras que dejaban su pedazo de tierra por un futuro mejor en la ciudad, hacinadas en cuartos de vecindades, corralas, conventillos o inquilinatos.
En las ciudades, millones de hectáreas se fraccionaron en pequeños predios. Propietarios y constructores de hace un siglo rentaban terrenos a los migrantes, o casuchas en terrenos, con baño y lavadero comunitarios. En Ciudad de México, la gente del campo ocupó también viejas casas coloniales y conventos abandonados del centro. Los inquilinos compartían un patio que era, en realidad, el pasillo para entrar y salir. Los niños jugaban allí, el mismo lugar donde se tendía la ropa y donde los viejos tomaban el sol. México y sobre todo su capital vivió la transformación industrial en comunidad.
El terremoto de 1985 tiró miles de vecindades en la capital del país, algunas de ellas por completo y otras a medias. En Peralvillo 22, el Gobierno derribó los viejos cuartos de la vecindad y levantó 48 departamentos, como en otros rincones de la ciudad, donde miles de vecindades mudaron de piel. En un plan sin precedentes, montonadas de cuartuchos en el centro fueron derribadas y el Gobierno construyó más de 44.000 departamentos.
En Peralvillo 22 ya no hay baños comunitarios ni lavandería, pero la vida sigue siendo colectiva. Las casas son demasiado pequeñas para pensar en cualquier tipo de aislamiento, las áreas comunes permanecen y la mayoría de vecinos se conocen desde hace décadas. Lo normal es salir, no quedarse en casa.
El día que rezaron el primer rosario, la vecindad era un trajín de hombres, mujeres y niños que salían y entraban, algunos con mascarilla, la mayoría a boca suelta, todos con la tranquilidad, la pereza o la modorra que imponen las horas muertas de la tarde, cuando el comercio empieza a recoger en la calle Peralvillo y el resto de la colonia Morelos. Más que una amenaza, la pandemia parecía un tema de conversación poco trascendente, como el clima. Nadie conocía a ningún enfermo de la covid-19, pero todos conocían a Araceli: era la cocinera y dueña del puesto de tacos de guisado que funcionaba en la puerta de la calle.
La escalera
El rosario va a empezar y unas 20 sillas ocupan el espacio frente al altar. En la escalera aparece María Luisa, que vivió durante años en la vecindad y ahora viene cada día porque trabaja cerca, en una tienda de abarrotes en la concurridísima calle Tenochtitlan. Su hija visita a menudo a su tía Minerva.
María Luisa tiene 34 años y se apellida Corona. Conoce bien los hospitales de Ciudad de México. Su hijo Owen enfermó de leucemia en 2011 y durante seis años estuvo entrando y saliendo de uno u otro. Se acuerda con cariño del Juárez, uno de los centros que ahora reciben pacientes de la covid-19. “Los médicos nos trataron muy bien”, dice. Después de seis años de pelea contra la enfermedad, Owen murió en 2017 a los nueve años.
María Luisa cuenta la historia de su hijo con un tono neutro, de receta médica, como distanciándose de la historia. Pero también con un dejo de certeza en la voz: las tormentas siguen y ella lleva el timón de la familia. El virus la ha convertido en el único sostén del hogar. Su esposo, que vendía gorras y tenis deportivos, se ha quedado sin ingresos.
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