En las paradas de autobuses que aun circulan por la ciudad, veo filas de personas con cubrebocas, una imagen como de una película post apocalíptica. 

Son las 8:30 am y comienzo una rutina hasta entonces desconocida. Hace un mes y 10 días que estoy aislada en mi departamento, sólo salgo a comprar comida y lo necesario para vivir. En Argentina, la cuarentena es total y no se juega con eso.

Primero dispongo las cosas que voy a llevar en mi bolso, como si de una expedición se tratara. Pongo el alcohol en gel, un paquete de pañuelos desechables, un jabón que elimina el 99.9% de bacterias, y dejo a la mano el cubre bocas azul que me costó 80 pesos en la farmacia (una burla comprar un pedazo de tela por ese precio). Este último es imprescindible pues el gobierno argentino decretó que desde hoy aquel ciudadano que no lo use puede hacerse acreedor a una multa de hasta 80 mil pesos.

Mientras camino para ir al lugar que me designaron en el trabajo, encuentro un Buenos Aires vacío, casi desierto. Pareciera más un domingo que un día entre semana. La avenida 9 de julio – la más grande de Latinoamérica- me parece aún más ancha sin el flujo de autos de siempre.

En las paradas de autobuses que aun circulan por la ciudad, veo filas de personas con cubrebocas, una imagen como de una película post apocalíptica.

Sigo caminando y a mi paso me encuentro con un policía, ¿qué debo hacer? lo miro a la cara y me pongo nerviosa, el cubrebocas me hace sudar. El sujeto se acerca más y entonces me doy cuenta que solamente cruzaba la calle. Tanta paranoia no es gratis después de vivir encerrada los días anteriores.

Todos los comercios cerrados, los restaurantes famosos del barrio también cerrados, excepto por pequeños locales de comida para llevar, lo demás está sin fecha para reabrirse. Parece un lugar fantasmal. Los autos circulan con poca frecuencia debido a los retenes en puntos estratégicos de la ciudad donde se solicita un permiso de circulación.

A pesar de esto, en Buenos Aires, desde que comenzó la cuarentena obligatoria se han abierto alrededor de 2 mil causas penales por romper el aislamiento. Cosas tan ridículas como gente escondiéndose en los baúles de los autos para ir a visitar al novio (a), o personas que huyen de la policía cuando se les pide el permiso de circulación. Y ni se diga de muchos personajes que, creyéndose ricos y poderosos, rompen la cuarentena una y otra vez. Algo así como las “ladyes” y “mirreyes” de México.

Mientras escribo esta crónica pienso en las clases de sociología, en Foucault y sus dispositivos de control social; pienso en la vigilancia desde el Estado, y pienso que la que hoy tenemos es una vigilancia necesaria y hasta cierto punto aceptada por los ciudadanos, porque sabemos, o nos han dicho que es lo mejor.

¿Al final eso necesitamos los seres humanos, ser sujetos de vigilancia?

– Creo que sí.

Tenemos toda la libertad del mundo, pero eso no es suficiente para nosotros, necesitamos que se nos controle, que se nos diga qué marca de zapatos comprar, a dónde ir de vacaciones, qué modelo de auto usar y ahora también esto, necesitamos que se nos “castigue” por no quedarnos en casa. Tenía que venir una pandemia para que le demos permiso al Estado de vigilarnos más de cerca.

Muchos dicen que después de esto seremos mejores personas, que la humanidad cambiará para bien de nosotros y del planeta que habitamos. Supuestamente al terminar la pandemia, sabremos controlarnos más, organizarnos mejor, seremos mejores vecinos, sabremos vivir en comunidad.

Sinceramente tengo mis dudas, o tal vez mi optimismo no llega a tanto. Y en caso de que eso suceda, me pregunto, y entonces ¿Quién nos vigilará para saber que tan congruentes somos con nuestra nueva forma de vida?


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