La magia de Stonehenge es que, entre sus escasos 30 metros de diámetro, hay lugar para todo.

“Celebramos la unión entre la Tierra y el Sol, celebramos la unión entre la Tierra y el Sol”. Esta frase y otras pidiendo paz o evocando a los ancestros se repiten una y otra vez, a coro, entre la multitud amontonada. Es la tarde del 20 de junio, el día más largo del año, y miles de personas se han desplazado hasta Stonehenge (Wiltshire, Inglaterra) desde diferentes países para despedir la primavera y dar la bienvenida al verano celebrando el solsticio.

La tradición manda. Aunque se desconoce quién puso las piedras ahí formando círculos concéntricos y con qué intención, que su origen se remonta al neolítico y su relación con lo astronómico sí son evidentes. Tanto en el solsticio de invierno como en el de verano, cuando el Sol alcanza su punto más alto en el cielo, atraviesa con precisión el eje de la construcción, colándose entre sus piedras. Y esa es la escena que las miles de personas han venido a presenciar un año más. ¿O toca reconocer abiertamente que la mayoría está aquí para capturarlo con el móvil?

Un templo al Sol construido por los druidas es la versión sobre su historia que gana más adeptos. Por eso, cuando por fin atravieso la entrada al monumento después de casi tres horas de viaje – vengo desde Brístol y para llegar he cogido un tren, compartido un taxi con cinco personas y andado casi media hora campo a través- estoy deseando toparme con alguno de los que cada año frecuentan el festejo. Y pasa.

Veo a un druida con una capa colorada y un cesto de flores bajarse de un autobús que han puesto exclusivo para personas con movilidad reducida. Junto con el grupo de amigos que me he hecho en la estación, le sigo hasta que alcanzo a ver las piedras.

Es el único día del año en que se pueden tocar. Los que han venido a visitarlo dicen que en el tour habitual apenas las ves de cerca. Gente que las abraza, que se sienta a meditar sobre ellas o que las toca intentando descifrarlas y contagiarse de energía es una escena que se repetirá continuamente desde las siete de la tarde, hora a la que han abierto el monumento, hasta la tarde del día siguiente, cuando cierra para volver a su normalidad.

Empiezan los rituales. Mujeres que han montado un altar con elementos naturales y velas de plástico (por las restricciones de seguridad del espacio) . Diferentes grupos de druidas que ganan terreno entre las piedras o familias y grupos de amigos que sacan instrumentos y comida. De repente, jaleo. Dentro del círculo y junto a la piedra altar, los druidas han empezado a cantar. En familia o en grupos, con capas, ramas y flores en la cabeza y sin soltar sus bastones de madera, hacen su ceremonia pagana. Todo el mundo está invitado a repetir sus cantos y a seguir sus tambores.

Cuando el sacerdote que está a cargo del rito (el mismo que seguimos al llegar) está a punto de “cerrar su círculo de paz”, una interrupción. Una mujer ataviada entera de rojo, que lidera a su vez a todo un grupo de mujeres vestidas también de este color, quiere decir algo: “Los ancestros, vamos a cantar una canción a los ancestros. Es importante que estén presentes”.

Los druidas se miran entre sí y la sensación es clara: la idea no es bienvenida. Pero las mujeres de rojo siguen adelante, el maestro druida queda en medio, y los que hemos presenciado la escena damos poco crédito. Todos a excepción de la pareja que lleva a mi lado todo este rato haciendo un directo de Facebook y saludando por ahí a sus amigos, que se han quedado atrapados en la realidad de sus pantallas.

La puesta de sol llega con los tambores y desde entonces ya no pararán de sonar, están por todas partes. Entre los más ruidosos, los de una banda de casi diez hombres con pinta de vikingos. La cosa se empieza a dividir. Por un lado, los que permanecerán dentro del círculo bailando hasta las mil, por otro los que optamos por tirarnos en las mantas. Gente fumando, charlando, tocando o durmiendo envueltos en ropa de abrigo porque la temperatura ha bajado diez grados de golpe. Casi todo el mundo se acaba de conocer y la compañía es bienvenida. Tetris y cucharitas entre desconocidos para entrar en calor y un par de horas de sueño mal echadas para esperar al solsticio, que llegará con el amanecer.

Son poco más de las tres cuando el ruido de platillos y unos cantos me despiertan. A mí y a otros tantos. Son los hare krishna recorriendo toda la zona para avisar de que ya empieza. Poco a poco, todos vamos buscando ubicación para verlo bien. Ahora es la parte exterior del círculo donde se congrega más gente, para ver bien cómo la luz del Sol entra entre las piedras es mejor tomar un poco de distancia. “Mi teléfono dice que amanece a las 4.51 horas”, oigo por ahí. Lo sé porque yo también lo he mirado. Nada de complejos cálculos matemáticos como antaño, los peregrinos de 2018 no tenemos tanto mérito.

“Faltan siete minutos, tres, ¡uno!”, se escucha. No toca comerse las uvas, aunque lo parece. Toca disparar para conseguir la mejor foto, esa que logre evitar que se cuelen dentro las pantallas encendidas de los demás y que capture el destello del Sol saliendo entre las piedras. Pero el amanecer no es instantáneo, tarda en llegar y el margen de tiempo para el disparo es de unos cinco minutos. Se oyen muchos ‘clics’ y, de repente, la cosa se ha disipado bastante. – ¿Dónde ha ido la gente? -.

Los primeros autobuses de vuelta ya han salido pero en el círculo se siguen dando escenas varias para saludar a Helio. Personas juntas en círculos concéntricos que se agarran de las manos con sus oídos tapados por los cascos, mujeres subidas en las piedras para bailar con perspectiva, más tambores (porque no, nunca han dejado de sonar) .

Un hombre imparable vestido de lentejuelas se sacude la purpurina de la cara, jóvenes con mandíbulas desencajadas andan por ahí aúllando, los más místicos se han puesto a meditar o practican yoga en medio del jolgorio y hay madres que amamantan. La magia de Stonehenge es que, entre sus escasos 30 metros de diámetro, hay lugar para todo.

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