El 17 de diciembre de 2013 el Papa Francisco, con su autoridad de Pontífice, inscribió en el libro de los Santos al sacerdote jesuita Pedro Fabro.

De joven fue ovejero, aprovechando los domingos para impartir la catequesis a personas menores que él. Era muy estudioso, aprovechando el tiempo para leer. Su educación corrió a cargo de un sacerdote en Thones, y posteriormente estudió en un colegio vecino.

Sin planes específicos para su futuro decidió ir a París, con el apoyo de sus padres. En 1525 Pedro llegó a París, la meca de los estudios de aquel entonces. Mientras realizaba su aprendizaje según el método parisino fue descubriendo su vocación. Al carecer de bienes tuvo que buscar en que Colegio ser admitido gratuitamente. La ocasión se le presentó cuando el de Santa Barbara lo acogió, compartiendo el alojamiento de un joven de Navarra, quien luego sería San Francisco Javier. Ambos jóvenes se volvieron grandes amigos, incluso recibiendo el mismo día el grado de Maestro en Artes.

En la Universidad conoció muy tempranamente a San Ignacio de Loyola y se convirtió en su más avanzado discípulo. Allí juntos constatan la influencia negativa de Lutero y de Farel. Fue ordenado sacerdote en 1534. Ello hizo posible que en agosto de ese mismo año le tocase al padre Pedro recibir los votos que Ignacio y sus cinco compañeros realizaron en Montmatre, dando origen al grupo del que más adelante nacería formalmente la Sociedad de Jesús. A estos seis primeros, tres más se sumarían luego. Ignacio los convocó a encontrarse todos en Venecia, en 1537. Tras algo más de 10 años, Pedro dejó París el 15 de noviembre de 1536.

Después de Ignacio, a quienes todos veían como el líder, Pedro Fabro era considerado por los demás como el más eminente del grupo, como quien mejor había asimilado las ideas de San Ignacio. Se hacía estimar de tal manera por sus profundos conocimientos, su gentileza y por la influencia que ejercía sobre las almas. Mantendrá este lugar de aprecio general durante los años, al punto que en 1541 al elegir Superior de la naciente Compañía, San Francisco Javier y Simón Rodríguez, el fundador en Portugal, pusieron en su voto: «Ignacio, y si no se pudiese Pedro Fabro«. Del mismo parecer eran los demás, empezando por Diego Laínez, quienes consideraban a Fabro como el más maduro y aventajado discípulo de Ignacio y pensaban que cuando el momento llegase lo debería suceder como prepósito general de la naciente orden.

Tras ver frustrado el viaje que deseaban realizar a Tierra Santa y radicarse en Roma, Fabro fue enviado a una Alemania dividida para participar en la Dieta de Worms, en 1540. De allí fue llamado a la Dieta de Ratisbona, en 1541. Fabro ha revelado en sus cartas su impresión negativa sobre las ruinas que el protestantismo había producido en Alemania, y por el estado de decadencia del catolicismo, particularmente en el clero. Llegó a la convicción que el remedio no estaba en discusiones, sino más bien en una reforma radical de los fieles, en especial el clero.

Con gentileza y suceso trabajo arduamente en Ratisbona, Espira, Maguncia, e incluso Colonia. Polemizaba, predicaba los ejercicios espirituales y se acercaba a los príncipes, prelados y sacerdotes impresionando a todos por su optimismo ante las adversidades y por la eficacia del apostolado que realizaba incansablemente horrorizado ante la desolación religiosa que encontraba en tantos lugares.

Fue llamado a España y Portugal por San Ignacio, y descubrió el notable contraste entre los pueblos en que trabajo inicialmente y los de la península ibérica, donde la reforma que vería su esplendor en Trento había empezado a echar anticipadamente sus raíces. Fabro, era un hombre de incansable actividad, por lo que se le considera testigo del lema que otro discípulo de Ignacio había acuñado: «contemplativo en la acción». En España conoció a San Francisco de Borja, quien quedó sumamente impresionado por la personalidad del joven sacerdote. Muchos de los datos de la vida y espiritualidad contemplativa en la acción del Beato Fabro ha sido extraídos de un diario de su vida íntima que empezó en Alemania con el título de «Memorial».

Volvería a Alemania unos meses después, donde conocería a un joven, Pedro Canisio, quien luego habría de ser un gran santo y apóstol del mundo germánico. Allí reanudó su trabajo espiritual y catequético, trabajando en especial con los jóvenes, buscando despertar las vocaciones que descubría. El Arzobispo de Colonia estaba ya atraído por el luteranismo, que más adelante abrazaría completamente. Fabro trabajó muy intensamente en Colonia, antes de marchar brevemente a Lovaina, en Bélgica, donde trabajando con la juventud también logró que se despertasen muchas vocaciones. Luego volvió a Colonia donde mantuvo una actitud muy enérgica contra los que amenazaban la fe y se multiplicó para procurar extirparlos. Algunos lo llaman el Apóstol de Colonia.

Tras esas peripecias como defensor de la fe, retornó a la península ibérica, a Portugal, y luego de España, donde permaneció en las cortes de ambos países. En todos los lugares que visitaba procuraba predicar, dar catequesis, y despertar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa que encontraba dormidas.

Agotado físicamente por las polémicas contra los adversarios de la fe y por un apostolado tan intenso y en diversos países, con la invitación de ir al Concilio de Trento como delegado de la Sede Apostólica, a los 40 años llegó enfermo de unas fiebres a Roma, el 17 de julio de 1546, para morir cerca de San Ignacio.

Muy pronto se empezó a hablar de él como un hombre de gran santidad, y en especial en Saboya, zona de su nacimiento, se desarrolló un culto que poco a poco se fue extendiendo. El Papa Pio IX decretó el 5 de septiembre de 1872 la confirmación de dicho culto como Beato.

El 17 de diciembre de 2013 el Papa Francisco, con su autoridad de Pontífice, inscribió en el libro de los Santos al sacerdote jesuita Pedro Fabro

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