Después de muerto hizo numerosos milagros y el Papa Clemente XIII lo declaró santo en 1767.
De joven fue militar y llegó a ser comandante de las fuerzas que defendía la ciudad de Castelnouvo de Quero.
Las fuerzas enemigas francesas, muy superiores en número, lograron tomar a Castelnouvo y Jerónimo cayó prisionero, y encarcelado en un calabozo con cadenas en manos y pies.
Y éste fue el golpe de gracia para su conversión. Hasta entonces había llevado una vida muy mundana, pero en la soledad de la cárcel se dedicó a meditar en aquellas palabras de Jesús: ¿De qué le sirve a un hombre ganar todo el mundo, si se pierde a sí mismo? Y se propuso dedicar su vida entera y todas sus energías a tratar de conseguir su propia santificación y la salvación de muchos otros.
Estando en la tenebrosa prisión, y viendo que humanamente no tenía remedio para aquella aflicción, se dedicó a rezar con a la Virgen María para que le consiguiera de Dios su pronta liberación.
Y he aquí que de la manera más inesperada son quitadas las cadenas de sus manos y de sus pies y logra salir sin que los guardianes se le opongan.
En el silencio de la cárcel había encontrado la amistad con Dios por medio de la oración y la meditación. Reconociendo que su liberación de la cárcel era un favor de la Virgen, se dirigió ante la imagen de Nuestra Señora en Treviso y a sus pies dejó sus cadenas y sus armas de militar, como recuerdo y agradecimiento y se propuso propagar incansablemente la devoción a la Madre de Dios.
Por aquellos tiempos apareció en Italia una serie de apóstoles formidables que se propusieron, iluminados por el Espíritu Santo, enfervorizar al pueblo en la piedad, y dedicar el mayor número posible de personas a obras de caridad en favor de los necesitados.
Algunos de estos santos fueron: Santa Catalina de Génova, San Cayetano, San Camilo de Lelis, San Bernardino de Feltre, San Felipe Neri, San José Calazans, y Santa Angela de Merici. Un verdadero «sindicato» de apóstoles de la caridad.
A ellos se unió San Jerónimo. En 1531 se propagó por Italia la terrible peste del cólera. Jerónimo vendió todo lo que tenía, incluso los muebles de su casa, y se dedicó a atender a los enfermos más abandonados.
El mismo tenía que cavarles las sepulturas y llevarlos al cementerio, porque casi nadie se atrevía a acercárseles, por temor al contagio.
También él se contagió de la terrible enfermedad, pero por favor de Dios logró curarse. Miles y miles de niños pobres quedaron huérfanos y desamparados, por la muerte de sus padres en la epidemia de cólera. Entonces Jerónimo se dedica a recogerlos y a proporcionales alimento, vestido, hospedaje y educación, todo totalmente gratis.
De casa en casa va pidiendo limosnas para poder ayudar a sus niños huérfanos. Muchos le colaboran. Levanta dos grandes edificios; en uno recibe a los niños y en el otro a las niñas.
Y como muchas mujeres ante la absoluta miseria se han dedicado a la prostitución, entonces el santo funda una Casa para mujeres arrepentidas y allí aprenden costura, bordados y otras artes para ganarse la vida honestamente.
Varios de sus amigos y colaboradores deseaban dedicarse por completo a la obra de atender a los niños huérfanos y desamparados, y con ellos fundó el santo una nueva comunidad, en Somasca, cerca de Milán.
El nombre de esta congregación religiosa fue de «Servidores de los pobres», pero en recuerdo al sitio donde se efectuó su fundación, ahora se llama la Comunidad de los Padres Somascos.
En la actualidad tienen unas 75 casas en el mundo con unos 500 religiosos, y se dedican preferencialmente a educar niños desamparados.
Era el buen amigo que ofrecía su vida por sus amigos. Cuando apenas tenía 56 años de edad, murió santamente el 8 de febrero de 1537.
Después de muerto hizo numerosos milagros y el Papa Clemente XIII lo declaró santo en 1767. Después el Pontífice Pío XI lo declaró Patrono de los niños huérfanos en 1928.